«La noche no es un espacio, es una amenaza de eternidad.» Gaston Bachelard.
Por Armando Almánzar-Botello
A S. A.
Siempre que toco el borde ígneo de la roca inconcebible que llamamos realidad, si me acosan de improviso los enigmas de una vida que me hace despertar a solo un punto del colapso, edifico una semántica muralla protectora, un bastión helicoidal de preguntas laberínticas, un pretil de sintaxis convulsiva; erijo muros de conceptos que me ayudan a poner a raya lo real —carente de sentido su imposible, negro agujero blanco del desastre—, al mismo tiempo que habilitan (permeables), personajes conceptuales palpitando, eso loco y singular que no hay de "yo" vibrando en "mí", para que pueda vislumbrar con brío el sinsentido, lo (im)presente, y trace eso así en el plano de inmanencia —dicho "se" pre-individual, neutro—, las líneas de fuga, mutación y sobrevuelo que prosiguen, más allá de mi persona, muy después del crujido deleuziano de los cuerpos con sus causas, la finita y breve ontología del viaje infinito del Amor, con su virtual "seriatura" de catástrofes...
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Al compás de Jean Sibelius y su "Valse triste", vuelve ahora en la tarde a mi escritura su memoria...
Allá por el año de 1978, en un mágico ensanche onírico de la Ciudad de Santo Domingo, una bella, imprevisible y extraordinaria mujer —desnuda y confundida en noche alta poco después de la rotura accidental en nuestra casa de una hermosa y pequeña porcelana que representaba al dios griego Apolo—, súbitamente quiso arrojarse desde la azotea de nuestro cuarto piso.
Comenzó —turbulento el pelo suelto— a subir con gran furor las escaleras. Corrí tras ella, sorprendido y angustiado. En el momento de su arrebato suicida escuchábamos "Finlandia" de Sibelius.
Habíamos ya degustado en el tocadiscos del dormitorio, jubilosa y eróticamente, composiciones jazzísticas de Charlie Parker, Wayne Shorter, Miles Davis, Sonny Rollins... No son ahora muy precisos mis recuerdos...
Después de "fare l'amore" por décima vez, conversábamos en la cama, pausadamente, con visible y extrema cordura, envueltos en la niebla y las cumbres de Finlandia...
De repente, escuchamos un crujido absorto y seco procedente de la sala.
Cuando percibimos el ruido —estábamos completamente solos en nuestro diminuto apartamento—, saltamos desnudos hacia la sala y descubrimos la pequeña catástrofe.
Al parecer, el viento suave de la noche había penetrado por las persianas abiertas del reducido salón, agitó las cortinas y estas derribaron la estatuilla que reposaba sobre un estante de madera, en el que se hallaban también varios libros, unos cuantos pequeños adornos y tres o cuatro ceniceros llenos de colillas.
Recogimos del piso la ceniza y los menudos trozos de la rota escultura irreparable; ritualmente colocamos los desperdicios en el cesto de la basura —situado en un rincón de la cocina—, y bajo el velo negro de un silencio acósmico de Nadie, pensativos, tomados de las manos, regresamos lentamente al dormitorio...
Sin palabras nos sentamos en el borde de la cama. Transcurrieron unos minutos de negrura que me parecieron eternos, y entonces, como un soplo terrible del desastre, surgió en ella de improviso la vocación insólita de abismo...
¿Delirio a dúo? ¿Impacto insospechado y transmutante del jazz y de la música brumosa de Sibelius rompiendo con las líneas de fuga de sus notas los límites del yo y los contornos de un "nosotros"? ¿Locura temporal desencadenada por la cópula desmedida y el fragor innominable del sinfondo? ¿Súbito retorno de la huella y el olvido, potencia originaria de la mente metamórfica —siempre al borde de todo cataclismo—, cuando se abre con lo (im)propio de la imaginación intensa la maravilla erótica del afuera en el con-tacto, la misma que altera la presunta integridad de los cuerpos y las almas, y en derrumbe cauteloso los dispersa?
Misterios remotos de la noche rojiza en la vulnerable memoria sinestésica, lisérgica...
[He paralizado la acción del relato con eso que la preceptiva llama digresión innecesaria. ¡Lo siento por los cuentistas!]
Como decía, corrí desesperado tras ella, subiendo de dos en dos los escalones...
Diez minutos después, respirando sosegada y a salvo entre mis brazos, la mujer me fue diciendo, poco a poco, como quien lúcidamente confiesa una gran falta para nunca jamás ser perdonada, que me amaba de un modo tan intenso —pero recibiendo de mí tan poca y frágil garantía de constancia—, que al romperse la estatuilla de Apolo en nuestra sala, contempló en ese mínimo accidente la destrucción irrevocable de todo el Universo...
Amor, el atardecer siempre te mira nimbado de lejanía... y sin embargo...
¡Oh, vanidad: caligrafía en el polvo!
© 2011 (Texto retocado).
© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana.
Otro blog en el que figura este mismo texto:
Blog Cazador de Agua:
http://cazadordeagua.blogspot.com/2011/08/valse-triste.html
Copyright © Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor. Santo Domingo, República Dominicana.
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