«Videmus nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem: Vemos ahora en espejo, oscuramente, mas luego veremos cara a cara». Sanctus Paulus dixit
Por Armando Almánzar-Botello
Aquel joven matrimonio había procreado a esa inteligente, inquieta y graciosa niña llamada Paola, quien no tenía más de dos años de edad cuando se produjeron los discretos acontecimientos que dan origen a este sencillo relato.
El papá de la niña era un pequeño burócrata idealista, muy pobre; mulato criollo a quien le atraían de modo cuasi-delirante la literatura, la filosofía y las artes herméticas. Constituía el hombre un antillano paradigma tropical de lo que el dramaturgo rumano Eugène Ionesco habría denominado “un peatón inefable del aire o la cultura”, y el filósofo francés Gilles Deleuze “un Bartleby esquizo en línea de fuga, un personaje nómada y conceptual que fluye por la superficie metafísica inmanente del acontecimiento-sentido”.
La estricta mamá, de origen extranjero y raza caucásica, brumosa y remotamente relacionada con la más rancia aristocracia europea venida a menos, era, bajo su apariencia, sus máscaras o disfraces liberales y espontáneos, muy rígida, muy pragmática, muy realista, y, como dice la canción: «bella, muy bella, pero vacía, pero tan fría que al abrazarla [el hombre] creía estar abrazando a una piedra...» En fin.
Aquella mujer, un tanto neurótica y siempre inconforme con los ingresos laborales de su marido, comenzaba secretamente a desear la completa destrucción del vínculo conyugal. Acusaba al soñador esposo de gastar en libros una parte significativa del poco dinero que este ganaba y que debía más bien destinar a la compra de leche para la niña, entre otros gastos prioritarios del hogar.
Un buen día, después de una noche terrible de discusiones, insultos y resentidos reclamos conyugales, al llegar por la tarde a su hogar procedente de su modesta oficina, el pobre hombre encontró su volumen Heridas simbólicas. Los ritos de pubertad y el macho envidioso, de la autoría de Bruno Bettelheim, con la portada desprendida y colocado justo de frente —pero como al desgaire o por casualidad—, en un llamativo sitio del estante de sus libros que no se correspondía con los temas de antropología, psicoanálisis, sociología o historia.
El marido preguntó a su esposa que quién había roto la portada de su libro, y la mujer, con una extraña sonrisa plena de crípticos efluvios, contestó que por un descuido, del cual ella se responsabilizaba totalmente, la pequeña hija de ambos, atraída quizá por la imagen frontal de la obra donde figuraban dos muñequitos que representaban a un niño y a una niña —el volumen se encontraba originalmente en uno de los primeros tramos del librero, al milagroso alcance de la criatura—, tomó al azar el libro entre sus manecitas, y al ver su llamativa portada, la desprendió rápida y golosamente mientras balbuceaba unas graciosas y enigmáticas palabras ininteligibles.
El marido nunca supo si la versión de los hechos que ofreció su esposa era la verdadera. Solo recordaba que su mujer, antes y después de la mutilación del libro, cada vez que surgía un disgusto conyugal, del tipo que fuere, siempre le decía:
—¡Ojalá te quedes completamente ciego para que no puedas leer ni escribir sin utilizar el código Braille! Tú nunca ganarás el suficiente dinero para pagar a una secretaria que te lea y a la que puedas dictarle tu literatura, como hace Jorge Luis Borges [por esos años, el autor del Aleph todavía no había muerto], ni tampoco llegarás a ser amado en profundidad por una inteligente mujer que esté dispuesta, desinteresadamente, a leer para ti durante horas y horas o a transcribir al código escrito los pueriles y turbios engendros de tu pobre imaginación oral...
Muchos años después, ya disuelta la relación con su conflictiva esposa, el hombre sigiloso y taciturno, sin ambiciones materiales pero siempre apasionado por el misterio, vivía completamente solo con sus amados libros en una sórdida buhardilla situada en la zona marginal de la ciudad. Allí, sufrió un severo desprendimiento de retina por cuya causa quedó ciego a terror.
Entonces, llorando, el anciano recordó el atroz veredicto lanzado largos años atrás por su antigua compañera.
Mas cuando vino a resplandecer en su mente aquel (im)previsto accidente ocular, ya el apasionado y solitario perseguidor de misterios había vislumbrado, por la huella prosódica en el tímpano, por la lluvia de letras del Árbol Sefirótico, la insustituible y preciosa Luz de sus Ojos, la misma que lo acompañó, plena de amor, hasta la mágica escritura final y resonante de sus días: su noble, compasiva y perseverante hija Paola, psiquiatra, antropóloga y psicoanalista, especializada en delirios místicos y en locución radial...
© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana
Otro blog en el que figura un texto relacionado con el anterior:
Blog Cazador de Agua: http://tambordegriot.blogspot.com/2013/06/no-me-gusta-benedetti.html
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OTROS BLOGS DE ARMANDO ALMÁNZAR-BOTELLO:
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