«Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos.» Jorge Luis Borges. "Juan Muraña", en "El informe de Brodie".
«Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos.» Roberto Arlt. "Los siete locos".
«I would prefer not to.». Herman Melville. "Bartleby, the Scrivener".
Diseño arquitectónico de Frank Gehry
A Jorge Luis Borges
A Roberto Arlt
A Herman Melville
A Jean-Paul Sartre
A Gilles Deleuze
A Michel Foucault
A Jacques Derrida
A Frank Gehry
A María Kodama
Por Armando Almánzar-Botello
El discreto y pensionado lector (antiguo y modesto escribiente) se alojaba en un delirado y fétido escondrijo.
Su laberíntica y oscura madriguera formaba parte del sótano de un viejo rascacielos de veintitrés pisos, prácticamente abandonado y casi en ruinas.
Para la época lejana en que se desarrolla esta borrosa historia, las distopías psico-socio-urbanas eran muy comunes. Presentaban su rostro más violentamente injusto en ciertas zonas marginales de la megalópolis monstruosa.
Dichas zonas constituían espacios olvidados por políticos y expertos, territorialidades arcaicas consideradas como simples lugares vacíos (espacios inexistentes o invisibles) por la entonces dizque nueva gestión edilicia y los criterios urbanísticos del Gobierno, siempre al servicio del perverso capital financiero, de las hipócritas y oportunistas compañías del sector inmobiliario.
Solitario y con ojeras de un tinte lila muy oscuro, almorzaba el recóndito lector con frugalidad extrema —todos los días y al caer la tarde, como si practicara un rito insulso y milenario— en la fonda miserable y casi abyecta situada en un rincón de la barriada próximo a su miserable habitáculo.
Por la mugrienta ventana del pobre comedero, se perfilaba líquida y limpiamente —numinoso en la distancia violenta de aceros, cristales, pantallas digitales y atractivas vitrinas—, el vivo resplandor de la rica y verdadera ciudad imaginaria...
Movido tal vez por el deseo inconfesable de ser alguien, de llenar con el sentido un doloroso hueco devorante, inabordable, se propuso leer, demorada y cautelosamente, a través de días y noches de turbulento asombro, todas las obras reseñadas por el aristocrático Jorge Luis Borges en su revelador y magnífico libro Biblioteca personal.
Quería el lector vivir esa experiencia. La relacionaba, oscuramente, con el milagro inefable de una profunda metamorfosis. Pensaba el lector, quizá con cierta ingenuidad, que al sumergirse por completo en la biblioteca de Borges de improviso un día se convertiría en Borges...
En el prólogo del catálogo crítico del gran maestro argentino, había leído el pensionado —al principio mismo de su proyecto lectorial y sintiendo un vértigo sígnico indescriptible—: “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer, dije alguna vez.”
Y así transcurrieron los días y los meses, con la persistencia de un polvo indiferente que llega silencioso desde la íntima y lejana inconsciencia cósmica de las estrellas...
Varios años después, leídos y releídos con mayor o menor fruición —pero con gran perseverancia— todos y cada uno de los libros a los que Borges dedica unas muy breves líneas en el hermoso escrito sobre su propia biblioteca íntima, el lector sintió, de forma súbita, que un tremendo, monstruoso, indecidible cambio se operaba en su más recóndita y fundamental percepción del mundo. Entonces, vino extrañamente a su memoria la última frase del prólogo escrito por Borges: “Ojalá seas el lector que este libro aguardaba”...
Y fue, mágicamente, al recordar esa frase del autor de “La casa de Asterión”, “El inmortal” y “El Aleph”, como si el solitario pensionado lector —perito esquizo/cabalístico en desastre y en miseria—, experimentara el llamado ineludible que ya lo conmina, con un furor mistérico aullando, a ejecutar la orden siniestra de un terrible y vengativo dios oscuro.
De inmediato, rocía gasolina sobre los objetos de madera y sobre los libros, incendia con un fósforo indolente la biblioteca de sesenta y cuatro títulos junto con el parco y polvoriento mobiliario de su guarida.
Después, con sigilosa decisión implacable, sale a la calle, asesina uno por uno a todos los perros y gatos de su vecindario, y danza desnudo frente a la hoguera del miserable recinto que por largos años fue su modesto refugio de lecturas, monólogos y pesadillas...
Ya por completo galopando en el delirio, se arranca los ojos como Edipo y se corta la lengua como hicieron los impíos con San Juan Nepomuceno...
Ahora llega una furgoneta del Ejército al terrible y fantástico lugar de los hechos...
Mas, por todo ello no dejó de ser nuestro lector quien era —un simple Don Nadie—; ni mucho menos logró, en su devenir agitado y anhelante, la metafísica transfiguración añorada: convertir la pobreza de su escritura terrestre y opaca en la prosa refulgente y sobria de Jorge Luis Borges, el inalcanzable maestro celestial, aristocrático, acósmico...
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Junio de 2016
© Armando Almánzar-Botello
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