jueves, 6 de noviembre de 2025

«ENTRE UN MÚSICO TANG Y UN JARRO DE OAXACA»

Vínculos existentes entre el mundo cultural de la India, China y Japón y la poética de Octavio Paz

     

Por Armando Almánzar-Botello 


Decía cierta vez un sabio del budismo Zen que la pintura genuina y vibrante donde se representa a un dragón —por haber sido ella realizada con fervor y auténtica sinceridad— se nos impone al espíritu de un modo tan sutil y convincente que, al contemplarla, nos calcina el rostro y la mirada la poderosa y ardiente respiración de un Dragón...

Decía el maestro budista que no se trata de imitar las formas evidentes, sino de aprehender lo esencial por familiaridad y contacto con la cosa representada.

El artista, captando al convivir con la leyenda el soplo secreto de la bestia divina, debe transformarse al fin en ella. De tal forma se opera la sutil metamorfosis, que el pintor sumiye —haciendo el vacío en su pensamiento y convirtiéndose en nada— al plasmar a un dragón nos da sencillamente su vital autorretrato.

¿Cómo, amable auditorio, con nuestros limitados poderes de transmutación y en la brevedad del tiempo disponible, hablar para ustedes transformado en dragón?

¿Cómo, captando lo esencial, esbozar rápidamente en primer término la visión paziana de la otredad y lo sagrado, para luego mostrar algunos de sus vínculos con la espiritualidad japonesa manifiesta, principalmente, en las formas.poéticas breves y tradicionales de ese país?

En El arco y la lira, ensayo de poética publicado en 1956, Octavio Paz nos insinúa los motivos de su interés personal por Oriente: incompatibilidad casi erótica con la metafísica occidental de los rígidos deslindes; terror a la historia, traducido en crítica del tiempo lineal del progreso; apetito poético de contacto; nostalgia de la otra orilla...

Por las potentes influencias combinadas de los Sutras Budistas Prajnaparamita de la India —con su secreta experiencia de la Otra Orilla— y una tradición occidental en la que figuran los místicos españoles Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, los filósofos alemanes Martin Heidegger y Rudolph Otto, entre otros grandes pensadores, Octavio Paz nos transmite su particular concepción de la Otredad. El poeta y ensayista mexicano, en el epílogo de El arco y la lira, titulado «Los signos en rotación», la define del siguiente modo:

     «Experiencia hecha del tejido de nuestros actos diarios, la otredad es ante todo percepción simultánea de que somos otros sin dejar de ser lo que somos y que, sin cesar de estar en donde estamos, nuestro verdadero ser está en otra parte. Somos otra parte. En otra parte quiere decir: Aquí, ahora mismo mientras hago esto o aquello». OP

Paz alude con esta paradójica definición al misterio a plena luz de nuestra existencia humana, misterio que, según nos dice a continuación, se confunde con la poesía, la religión, el amor y otras experiencias similares.

Hay un breve poema de Paz titulado «Aquí», que figura en la selección poética Días hábiles (1958-1961), en el que vemos encarnarse del modo más ejemplar esa concepción paziana de la Otredad:


     Mis pasos en esta calle

     Resuenan 

                       en otra calle

     donde 

                oigo mis pasos 

     pasar en esta calle 

     donde

     Sólo es real la niebla


En ocho líneas misteriosamente desnudas, Paz esboza o apenas insinúa, como en una pintura sumiye japonesa, el mundo de las dualidades, la oposición del Aquí y del Allá: enigmáticos pasos desdoblados por las calles de mundos paralelos. 

Finalmente, nos sugiere que la realidad es tan sólo niebla, es decir, vacío, sunyata —concepto central del budismo prajnaparamita. Lo más real es la absoluta irrealidad de lo real... Sin embargo, resuena y resplandece en esta calle, la irrefutable realidad del caminante...

La otra orilla es el aquí de nuestros actos, contemplados a la luz de una mirada diferente, mirada que resulta ser, de modo extraño, la de nuestros ojos de todos los días, la de nuestros ojos de siempre... La otra calle es esta misma, en la que acontece nuestro ciego discurrir...

Nos dice el poeta mexicano en el capítulo «La imagen» de El arco y la lira, que desde Parménides la metafísica occidental ha tomado el camino de la separación radical y cortante entre el ser y el no ser: el camino del dualismo y el desarraigo. Separación neta entre el orden y el caos, el aquí y el allá, el logos y el mito. 

A consecuencia de este dualismo de la razón representativa, con su «culto a las ideas claras y distintas», se ha producido lo que Paz concibe como una marginalidad y un exilio de la poesía y la mística en la tradición central de Occidente.

El poeta mexicano define el presupuesto básico de esa tradición precisamente como horror ante la Otredad. Percibe en el espíritu paradójico y poético del Oriente tradicional una de las vías reales de inspiración para que podamos configurar un pensamiento y una sensibilidad que nos permitan hacer la crítica de ese dualismo esencialista que nos mutila y empobrece.

Coincidiendo en este aspecto con pensadores como Mircea Eliade, Paz considera que se hizo inevitable para el hombre de las sociedades tradicionales desexualizar al universo, operar un vaciamiento de la significación erótico-sagrada del mundo. Así se produjo, en el seno de una ruptura con los saberes esotéricos antiguos, la emergencia del sujeto del discurso científico. No debemos olvidar que en las sociedades primitivas y arcaicas el universo se encontraba cargado de connotaciones eróticas, y que la sexualidad participaba de la dimensión de lo sagrado.

El exilio de las mitologías encarnadas, la erosión de la “cosmicidad” como telón de fondo de las culturas locales, constituyeron el precio a pagar para la generación del sujeto universal del conocimiento objetivo, abstracto.

Octavio Paz nos dice que con este exilio de la otredad la naturaleza se transforma en un simple almacén de energía explotable. Cesa el diálogo contemplativo del hombre con el mundo. El poeta mexicano percibirá en el pensamiento protestante el paradigma de esa actitud desacralizadora frente a la naturaleza.    

Desde una perspectiva crítica similar a la de un Martin Heidegger, se nos muestra que el pensamiento racionalista de la apropiación de objetos es una modalidad histórica del descubrimiento de la verdad, pero que, en su arrogancia y desmesura contemporáneas, se ha convertido en un factor de “ocultamiento” y extravío.

Se ha dicho de muy variadas formas: ya se ha producido la catástrofe. Hemos presenciado el estallido del recinto y de la integridad de los cuerpos, la destrucción de los saberes míticos antiguos para dar paso al conocimiento técnico uniformizante y manipulador. A ese conocimiento impersonal y violento que, como nos explica Lacan, descubre en la naturaleza desencantada “nudos de significantes que ya no quieren decir nada para nadie”.

En este contexto de crisis y consumación de la metafísica del Ge-Stell, del dominio tecnológico programador, una liberadora estrategia filosófico-poética  y postmetafísica tendría por metas la reerotización e imantacion del espacio por un pensamiento de la proximidad y del contacto reconquistados. Sensibilización estética del hombre tecnológico con la finalidad de que recupere su dialogismo cósmico. Promoción de una “nueva caligrafía cognitivo-estética de alto voltaje”, tal como señala el mismo Paz. Ella permitiría el despliegue de la sensibilidad en un espacio topológico propicio para el diálogo entre los hombres, las plantas y los animales; el motor salvaje de la estrella y el satélite artificial; los minerales, las máquinas y los espectros. Nueva ecología poética de la mente...

Negada la imagen de la mujer como diosa terrible o nutricia; suspendida la copulación simbólica de los astros y las relaciones míticas y morfológicas de conjunción y disyunción entre los reinos, sólo nos queda la experiencia pascaliana de la separación: «El terror del hombre moderno ante los vastos silencios eternos de los espacios infinitos que él ignora y que lo ignoran». O lo que es peor: la frigidez intelectual y el embotamiento moral y afectivo del hombre de nuestros tiempos, perdido en ese espacio tecnológico violento sobrepoblado de polumo y de ruidos informáticos. Campo de pseudomensajes que nada significan, o que sólo nos hablan de apropiación y muerte.

Muy posteriormente, surge un espacio global y homogeneizante de banalización de los sentidos, donde un ego infatuado y ciego despliega su ideología “sagrada” de la libre empresa. Territorio del “acercamiento” inesencial sin proximidad verdadera en el reino del ciberespacio, en la fría superficie de la Organización pautada por la lógica del dominio totalizante.

Captando lo esencial de este siniestro desamparo, el poeta Paz, en su breve poema «Analfabeto», de Semillas para un himno, nos revela:


     Alcé la cara al cielo,

inmensa piedra de gastadas letras: 

nada me revelaron las estrellas. 


Heredero de ese espacio desacralizado y sin nombre con el que nos pone en contacto —en el ámbito poético— el pensamiento crítico de un Stéphane Mallarmé, por ejemplo, Octavio Paz se sitúa en la tradición de la poesía moderna que aspira a reconquistar la experiencia de la Otredad, a recuperar sobre las huellas del silencio la trama olvidada del texto sin límites...

En la dispersión actual de los fragmentos del mundo, el poeta mexicano alumbra su búsqueda de la analogía verbal y del nuevo anima mundi con la luz del pensamiento y la poesía de la India, China y Japón.

En Corriente alterna, libro de fragmentos ensayísticos publicado en 1967, Paz nos dice que el mundo occidental, por sus propios presupuestos históricos e intelectuales, se descubre hoy transitando por la senda de ciertas verdades exploradas ya por el Oriente hace 2500 años. 

Sólo en fecha relativamente reciente se nos imponen estas dos evidencias fundamentales: el fin del tiempo lineal con su ilusión de progreso, y la conciencia de que la palabra brota del silencio y en silencio se disuelve. (¿O es al contrario: es la palabra la que perfila, edifica o construye al  silencio?). Nos dice Paz en el referido libro: 

     «No sería difícil mostrar en la obra de tres grandes pensadores contemporáneos, Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger y Claude Lévi-Strauss, una sorprendente e involuntaria afinidad con el budismo». OP

El poeta mexicano considera que la crítica de la ilusión del tiempo, y la importancia conferida al lenguaje y al silencio, constituyen tres factores de convergencia entre esos pensadores occidentales y la espiritualidad budista. 

Nosotros pensamos que esta aproximación estratégica realizada por Paz sólo resulta posible en el contexto de la experiencia contemporánea del nihilismo;

en el espacio de esa pérdida «liberadora» de los fundamentos del ser, que nos abre a los vértigos y arrobos del simulacro y la dispersión. 

En su ambigüedad problemática, la ciencia y la técnica mismas nos podrían ahora permitir, interpretadas por un pensamiento poético-filosófico de la diseminación, una experiencia de la espectralidad y del Juego muy próxima a la percepción budista de la insubstancialidad e impermanencia de las formas de lo real.

En sentido estricto el budismo no es nihilista: junto al vacío, la impermanencia y el desapego, una de sus nociones básicas es la compasión por todo lo que sufre. 

Sin embargo, la más exacta equivalencia del budismo en el ámbito de Occidente, la podríamos quizás encontrar en aquello que Friedrich Nietzsche concibió como pensamiento del nihilismo acabado. Como en la lógica circular y autodevorante del sistema madyamika de Nagarjuna, el nihilismo —discurso escorpión— se inocula su propio fármacon letal y se derrota a sí mismo en la melodía sin fin del eterno retorno.

En la sordera y opacidad de un mundo del que ha huido la resonancia musical de las imágenes míticas arcaicas, para dar paso al imperio descarnado del artefacto tecnológico, a la mitología yerta de los estereotipos en la programada espectralidad telemediática, la poesía es, para Octavio Paz, conciencia dolorida de la separación, y, simultáneamente, tentativa trágica y gozosa de reunir lo que fue separado.    

A pesar de haberse hoy evaporado el espesor simbólico de las antiguas mitologías, un nuevo pensamiento poético,  posthumanista y postmetafísico, podría quizá restablecer —superando el determinismo tecnológico, liberando a la máquina de las interpretaciones reductoras del racionalismo— la dimensión maravillosa y enigmática de lo real, la unidad contradictoria de la vida y la muerte, la afirmación o síntesis disyuntivo-inclusiva de lo dispar... 

El referido pensamiento crítico y poético podría ayudarnos a rememorar el diálogo entre lo uno y lo otro, entre el yo y el tú reconquistado...

En ese sentido, el autor del gran poema «Piedra de sol» nos dice:

«[...] aspiro al ser, al ser que cambia, no a la salvación del yo. No me preocupa la otra vida allá sino aquí. La experiencia poética de la otredad es, aquí mismo, la otra vida. La poesía no se propone consolar al hombre de la muerte, sino hacerle vislumbrar que vida y muerte son inseparables...» El arco y la lira, págs. 269-270)

En el universo cool (frío) de la técnica moderna —que sólo acepta a la muerte maquillándola— la poesía de Paz nos propone el calor luminoso de la danza y la confraternidad a la intemperie. Congregación ideográfica de los sentidos del poema dialogando en la superficie ilimitada del vacío. Esa poesía nos recuerda el humor de la percepción oriental de la naturaleza expresada en la sentencia paradójica del maestro Zen: «El universo: la extensión abierta —nada sagrado en ella...».

Treinta y cuatro años después de la publicación de El arco y la lira, Octavio Paz continúa, en su libro ensayístico La otra voz (1990), pensando el poema como espejo de la fraternidad cósmica, modelo de lo que podría ser la sociedad humana, y antídoto de los excesos de la técnica y del mercado.

En la continuidad de la obra poética y ensayística de Octavio Paz sorprendemos una suerte de rememoración textual de lo sagrado sustentada por una experiencia poética de la Otredad; anhelo de poblar con signos incandescentes el espacio desgarrado y oscurecido por el pensamiento cognitivo-instrumental de la técnica; deseo de explorar el territorio anterior al deslinde topográfico entre lo sagrado y lo profano, entre el arriba y el abajo: poética de la agrimensura celeste; vocación astrológica y neoalquímica de alcanzar la ventana de cristales neutros, sin atributos estables, por la que miramos transformados, con otros ojos y otras manos, la indeterminación potencial del Afuera. 

La extensión abierta —Nada sagrado en ella. Sin embargo, superficie cotidiana del vacío y el milagro. Hoja de papel en blanco donde Octavio Paz, limpiamente, con oscura tinta verde, dibuja lo real con la luz de lo imposible.

Paz nos dice en su libro El signo y el garabato, 1969, que los occidentales contemporáneos persiguen en las concreciones espirituales del Japón un paradigma de sensibilidad mística y estética ante el mundo y no el rigor de sistemas abstractos de filosofía. No obstante, el poeta mexicano nos recuerda la unión indisoluble que se produce en la tradición japonesa entre intelecto y sentimiento. La palabra japonesa «kokoro», expresa esa síntesis de corazón y pensamiento. Algo parecido al concepto de «inteligencia emocional» de los psicólogos norteamericanos actuales. 

Buscamos entonces en los valores tradicionales de China y Japón ideas diferentes a las nuestras sobre lo real y lo maravilloso —otra visión del mundo y el trasmundo— pero encarnadas en una suerte de superficie ideográfica de la sensibilidad: una estética sutil del signo vacío (R. Barthes) y una vibrante semántica de la cordialidad cósmica. El universo concebido como sistema descentrado de analogías, correspondencias sígnicas y resonancias musicales.

En el presente siglo, y focalizando exclusivamente el ámbito poético-literario occidental, la presencia del Japón es perceptible en las obras de los poetas Yeats, Claudel, Eluard, Pound, Williams, Ungaretti y Beckett, para referirnos en principio sólo a siete figuras paradigmáticas de la modernidad literaria.

En el caso específico del interés de Octavio Paz por la poesía japonesa, debemos mencionar además entre sus antecedentes, el estímulo que sobre él ejercieron las obras poéticas de Efrén Reboyedo y José Juan Tablada. Este último, por cierto, es el primer poeta que realiza en nuestra lengua un trabajo sistemático con la forma poética japonesa conocida como haikú (tres versos de 5/7/ y 5 sílabas, respectivamente).

El impacto de los haikús de Tablada se hizo sentir no sólo en la sensibilidad de Octavio Paz, según él mismo nos dice, sino en la de los mexicanos Pellicer, Villa Urrutia y Gorostiza. Años después, el ecuatoriano Carrera Andrade se inscribe en esta tradición hispanoamericana del haikú, con su libro Microgramas de 1940.

En España, poetas como Machado, García Lorca y Juan Ramón Jiménez, manifiestan en su obra, con posterioridad a los mexicanos mencionados, los efluvios de la literatura y espiritualidad de China y Japón.

La relación de los surrealistas con este último país, más que un diálogo crítico real con esa cultura, se limitó a ser un mero gesto retórico de rechazo a ciertos valores de Occidente.

Jack Kerouac, en Los vagabundos del Dharma, describe en los años 50 una modalidad beatnik de aproximación espiritual al Japón, que participa más de la turbulencia del estilo norteamericano de vida —al cual pretende someter a crítica— que del profundo recogimiento y la serenidad característicos de la sabiduría Zen. Poetas de la generación de Kerouac, algunos preocupados seriamente por la espiritualidad y la poesía china y japones —Ginsberg, Snyder, Rexroth— producen una obra poética que ha marcado significativamente no sólo a la poesía de lengua inglesa en los últimos cuarenta años.

Más recientemente, el inglés Basil Bunting y el francés Jacques Roubaud, testimonian una eficaz y auténtica relación dialógico-poética con el Japón. El primero, es autor de una excelente recreación en inglés de Notas de mi cabaña de monje de Chomei. Esta versión de Bunting es considerada por Octavio Paz como uno de los más extraordinarios poemas extensos de la literatura inglesa moderna. En el caso de Roubaud, son significativas sus hermosas traducciones-recreaciones de tankas y chokas, formas poéticas antiguas del Japón provenientes de las remotas antologías Manyosyu y Kokinsyu.

La obra de Paz, constituida en el contexto cultural hispanoamericano contemporáneo en mediadora privilegiada entre civilizaciones —junto a la de Jorge Luis Borges— representa lo que podríamos denominar el encuentro carnal de Oriente y Occidente.

Luego de su primer viaje a la India y a Japón en 1952, Paz publica su poemario Semillas para un himno, en el que figuran, quizás, las primeras manifestaciones de su relación poética con Oriente. Con anterioridad a este viaje el poeta mexicano había leído minuciosamente a los clásicos budistas y taoístas, si damos crédito a las informaciones vertidas por Elena Poniatowska en su hermoso y revelador libro Octavio Paz. Las palabras del árbol.

En la primera mitad de los años 50, Paz nos muestra también —con su ensayo «Tres momentos de la literatura japonesa»—, que ha leído atentamente a los principales especialistas occidentales en temas de cultura japonesa: Waley, Keene, Blyth, Siefert, etc. En este breve ensayo de unas treinta páginas, recogido en Las peras del olmo de 1957, Paz nos habla afinadamente —con la lúcida caligrafía rápida de su pensamiento analógico— de los principales acordes distintivos de la cultura japonesa. Con admirada erudición y perspicacia nos introduce en manifestaciones tan diversas como el problema de la fugacidad del tiempo en la narrativa licenciosa y aérea de Murasaki Shikibu y Sei-Shonagon; las formas poéticas del haikú, el tanka y el renga; el teatro Nô y el Kabuki; el ikebana, arte del arreglo floral; el recogimiento místico de la ceremonia del Té; el Ukiyoe o grabado en madera; el poeta Chikamatzu y el teatro de marionetas bunraku; la dureza del código bushido y la clarividencia del budismo Zen...

En un breve poema de Semillas para un himno, titulado «Animación», Paz nos dice:


     Sobre el estante,

entre un músico Tang y un Jarro de Oaxaca,

incandescente y vivaz,

con chispeantes ojos de papel de plata,

nos mira ir y venir

la pequeña calavera de azúcar.


En este breve texto ya se manifiesta la vocación ecuménica, omniabarcante, de la sensibilidad poética de Paz, al unir dialógicamente en un solo verso la China de la dinastía Tang con el México tradicional encarnado en un jarro de Oaxaca. Dos notas musicales dispersas en lo extenso y reunidas por el poeta en un mismo acorde semántico.

Inquietante sentimiento de familiar extrañeza: entre la cerámica china y la artesanía mexicana, la calavera de azúcar nos mira, curiosamente vivaz e incandescente, casi esperanzadora, como irónico recordatorio «búdico» de la insubstancialidad de las empresas humanas. 

Estamos, tal vez, frente a una anticipación poética de los vínculos de proximidad o similitud que Paz establecerá posteriormente en su ensayo Conjunciones y disyunciones, de 1969, entre las civilizaciones del Extremo Oriente y las culturas precolombinas.

Los objetos artesanales que figuran en este breve poema, esas voces remotas del silencio, son para el poeta Paz recordatorios palpables de lo que Heidegger denomina lo terrestre: emergencias de lo informe que suspenden la palabra en la conciencia puntual e ineludible de la mortalidad del ser. Formas que reflejan o condensan el vacío. 

Armando Almánzar-Botello 

1999

Santo Domingo, República Dominicana.

Copyright © Armando Almánzar-Botello: Breve fragmento de «Entre un músico Tang y un jarro de Oaxaca», Coloquios ‘99, José Chez Checo, editor. Comisión Permanente de la Feria del Libro, 2000, Santo Domingo, República Dominicana.

[Fragmento retocado de un trabajo de Armando Almánzar Botello aparecido en Coloquios ‘99, Secretaría de Estado de Cultura de la República Dominicana, 1999]


Copyright ©️ Armando Almánzar-Botello.
Reservados todos los derechos de autor.
Santo Domingo, República Dominicana.