miércoles, 26 de noviembre de 2025

GENTRIFICACIÓN LITERARIA

EL BRILLO CEGADOR DE LA MERCANCÍA

«El shopping mall es central por su tendencia a destruir la ciudad real —la calle simulada con aire acondicionado sustituye a la real— y por proponerse como modelo ideal de cualquier espacio público de la ciudad. Si el shopping mall nace como imitación, domesticada y protegida, de las calles de la ciudad real, hoy en la ciudad nueva de la hiperrealidad, el simulacro con aire acondicionado de la calle representa a la ciudad ideal». Giandomenico Amendola: La ciudad postmoderna. Magia y miedo de la metrópolis contemporánea, Celeste Ediciones, Madrid, 2000, p. 257


Por Armando Almánzar-Botello 

A Franz Kafka, a Charles Baudelaire, a Julio Cortázar, a Jorge Luis Borges, a Herbert George Wells, a Juan Bosch, a Philip K. Dick, a Walter Benjamin, a Antonin Artaud, a Primo Levi, a Bruno Bettelheim, a Jacques Derrida, a Guy Debord, a Rem Koolhaas, a Gilles Deleuze, a Virgilio Díaz Grullón... In memoriam

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«Il n’y a rien hors du texteJacques Derrida [«No hay nada fuera de texto.» Jacques Derrida]
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Por efecto de un imprevisto y duro golpe recibido al caerle una lámpara cenital en su cabeza, el pensionado y absorto bibliófilo, un lector solterón y solitario de setenta y cinco años recién cumplidos, aturdido en aquella soleada mañana de primavera y tachado brúscamente por la incertidumbre, olvidó por completo la historia de sí mismo, la propia y verdadera identidad.

Después de un ciego instante de estupor frente a su niebla; indeciso, roto, aterrado y sumergido en un sinfondo especular, lanzó un grito que no parecía humano, que recordaba más bien a un balido soñado, al extraño lamento espectral que surge de un simple artificio microtécnico...

De inmediato, ahogándose ya en la desorientación, se vio abrir la puerta de su pequeña biblioteca-guarida y, evitando sin saber el porqué los ascensores relucientes, descendió presuroso como jinete con su cubo de carbón en una insólita mano ennegrecida —trabajado por el vértigo y dando aullidos lastimeros—, por las interminables y raras escaleras del extraño edificio que hasta entonces lo albergaba...

Desesperado y confundido corrió al azar por las calles o avenidas de una irreconocida y ajena ciudad laberíntica, futurista, inmensa, transformativa, ilegible, amenazante...

Buscando escapar de lo que ya le parecía una siniestra pesadilla, con indescriptible angustia decidió asomarse al gran espejo colocado en la parte frontal de un gigantesco centro de comercio completamente desconocido para el bibliófilo amnésico... Gran sorpresa: ¡La cristalina, pulida y lúcida superficie no reflejó cuerpo humano alguno, sino absolutamente la nada o el vacío!

Cayó el lector en total inconsciencia...

Lentamente, como si emergiera de un abismo profundo de aguas y letras movedizas, hostiles y deliradas, nuestro héroe fue recordando, cada vez más dueño de la simple y modesta verdad de lo real, que sin lugar a dudas estaba leyendo y destejiendo, en su habitual y estrecho cuarto polvoriento, reclinado en su confortable sillón —aquel fantástico mueble cubierto con raída tela negra muy deshilachada, y herencia secreta de su abuela materna—, un esquizofrénico tejido narrativo, inverosímil, postmoderno, que jugaba de forma intertextual con El hombre invisible de Herbert George Wells, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, y “El jinete del cubo” de Franz Kafka.

Al llegar a este punto, el ávido lector cerró el libro y encendió, cautelosamente, un sofisticado cigarrillo de utilería...

De un modo brusco, la trama se convirtió en otra cosa:

La radiogénica y enfática voz de un narrador, inquietantemente familiar, dijo:

«La pesadilla textual continúa todavía... ¡Y la vida no se detiene, prosigue su agitado curso!...»

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Mayo de 2004 (Texto retocado)

Blog Otros Textos Mutantes
Sábado, 11 de abril de 2015


Copyright © Armando Almánzar-Botello.

Tomado del libro de microrrelatos titulado Mecarrelatos. Hipertextos de un
Cazador
, 2004, de la autoría de Armando Almánzar-Botello.
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ERÓSTRATO Y EL DECONSTRUCTIVISMO (Gentrificación literaria)

«Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos.» Jorge Luis Borges: “Juan Muraña”, en El informe de Brodie.

«Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos.» Roberto Arlt: Los siete locos.

«I would prefer not to». Herman Melville: Bartleby, the Scrivener

A Jorge Luis Borges
A Roberto Arlt
A Herman Melville
A Jean-Paul Sartre
A Gilles Deleuze
A Michel Foucault
A Jacques Derrida
A Frank Gehry
A María Kodama


Por Armando Almánzar-Botello 

El discreto y pensionado lector —antiguo y modesto escribiente—, se alojaba en un delirado y fétido escondrijo.

Su laberíntica y oscura madriguera formaba parte del sótano de un viejo rascacielos de veintitrés pisos, prácticamente abandonado y casi en ruinas.

Para la época lejana en que se desarrolla esta borrosa historia, las distopías psico-socio-urbanas eran muy comunes. Presentaban su rostro más violentamente injusto en ciertas zonas marginales de la megalópolis monstruosa.

Dichas zonas constituían espacios olvidados por políticos y expertos, territorialidades arcaicas consideradas como simples lugares vacíos (espacios inexistentes o invisibles) por la entonces dizque nueva gestión edilicia y los criterios urbanísticos del Gobierno, siempre al servicio del perverso capital financiero, de las hipócritas y oportunistas compañías del sector inmobiliario.

Solitario y con ojeras de un tinte lila muy oscuro, almorzaba el recóndito lector con frugalidad extrema —todos los días y al caer la tarde, como si practicara un rito insulso y milenario— en la fonda miserable y casi abyecta situada en un rincón de la barriada próximo a su miserable habitáculo.

Por la mugrienta ventana del pobre comedero, se perfilaba líquida y limpiamente —numinoso en la distancia violenta de aceros, cristales, pantallas digitales y atractivas vitrinas—, el vivo resplandor de la rica y verdadera ciudad imaginaria...

Movido tal vez por el deseo inconfesable de ser alguien, de llenar con el sentido un doloroso hueco devorante, inabordable, se propuso leer, demorada y cautelosamente, a través de días y noches de turbulento asombro, todas las obras reseñadas por el aristocrático Jorge Luis Borges en su revelador y magnífico libro “Biblioteca personal”.

Quería el lector vivir esa experiencia. La relacionaba, oscuramente, con el milagro inefable de una profunda metamorfosis. Pensaba el lector, quizá con cierta ingenuidad, que al sumergirse por completo en la biblioteca de Borges de improviso un día se convertiría en Borges...

En el prólogo del catálogo crítico del gran maestro argentino, había leído el pensionado —al principio mismo de su proyecto lectorial y sintiendo un vértigo sígnico indescriptible—: “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer, dije alguna vez.”

Y así transcurrieron los días y los meses, con la persistencia de un polvo indiferente que llega silencioso desde la inconsciencia cósmica de las estrellas...

Varios años después, leídos y releídos con mayor o menor fruición —pero con gran perseverancia— todos y cada uno de los libros a los que Borges dedica unas muy breves líneas en el hermoso escrito sobre su propia biblioteca íntima, el lector sintió, de forma súbita, que un tremendo, monstruoso, indecidible cambio se operaba en su más recóndita y fundamental percepción del mundo. Entonces, vino extrañamente a su memoria la última frase del prólogo escrito por Borges: “Ojalá seas el lector que este libro aguardaba”...

Y fue, mágicamente, al recordar esa frase del autor de “La casa de Asterión”, “El inmortal” y “El Aleph”, como si el solitario pensionado lector —perito esquizo/cabalístico en desastre y en miseria—, experimentara el llamado ineludible que ya lo conmina, con un furor mistérico aullando, a ejecutar la orden siniestra de un terrible y vengativo dios oscuro.

De inmediato, rocía gasolina sobre los objetos de madera y sobre los libros, incendia con un fósforo indolente la biblioteca de sesenta y cuatro títulos junto con el parco y polvoriento mobiliario de su guarida.

Después, con sigilosa decisión implacable, sale a la calle, asesina uno por uno a todos los perros y gatos de su vecindario, y danza desnudo frente a la hoguera del miserable recinto que por largos años fue su modesto refugio de lecturas, monólogos y pesadillas...

Ya por completo galopando en el delirio, se arranca los ojos como Edipo y se corta la lengua como hicieron los impíos con San Juan Nepomuceno...

Ahora llega una furgoneta del Ejército al terrible y fantástico lugar de los hechos...

Mas, por todo ello no dejó de ser nuestro lector quien era —un simple Don Nadie—; ni mucho menos logró, en su devenir agitado y anhelante, la metafísica transfiguración añorada: convertir la pobreza de su escritura terrestre y opaca en la prosa refulgente y sobria de Jorge Luis Borges, el inalcanzable maestro celestial, aristocrático, acósmico...

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Junio de 2016

© Armando Almánzar-Botello

Copyright © Armando Almánzar Botello. 
Reservados todos los derechos de autor. 
Santo Domingo, República Dominicana.

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