«Lo mesiánico, creemos que sigue siendo una marca imborrable —que ni se puede ni se debe borrar— de la herencia de Marx y, sin duda, del heredar, de la experiencia de la herencia en general.» Jacques Derrida.
Por Armando Almánzar-Botello
Pienso que la zona metafísica correspondiente a la categoría de Infierno en las numerosas tradiciones religiosas —de manera particular, en la teología abrahámica cristiano-católica—, reviste múltiples formas o modalidades cuyo poder intimidante y fatídico para la conciencia humana depende de las diversas declinaciones culturales e históricas de la culpa y la expiación terrenas o ultraterrenas, y de los rasgos o atributos idiosincrásicos de cada creyente comprendido en su contexto específico y diferencial.
Creo recordar que Swedenborg, Blake y Borges decían que el Infierno y el llamado Paraíso vienen a constituir estados de conciencia o estaciones del espíritu más que lugares físicos concretos de castigo, pena o gozo inefables. Como quizá hubiese apuntado Goethe: cada sujeto selecciona sus tinieblas o sus luces inmanentes en función de la singularidad de sus “afinidades electivas”.
El sintagma cristalizado “infierno de la espera” —o sus declinaciones equivalentes—, es un lugar común en casi todas las lenguas-culturas conocidas.
No obstante, para mí, una ominosa versión del Averno sería esperar —de un modo incesante, ineludible, mientras me alojo en una confortable habitación llena de libros, discos de buena música y excelentes películas—, a una persona con la que, ardido por la urgencia, me interesara comunicarme, pero no materializase nunca su llegada.
Otro tipo de Infierno insoportable, delicuescente y anodino, consistiría, para quien ahora les agobia con este dédalo escritural, turbulento y fantasmático, en cantar-alabar, ya sea en postura erguida, flotante o desgonzada por el goce —trabajados los cuerpos-almas por una suerte de interfusión celestial, posthumana y angélico-divina, perpetua y pentecostalista—, la bondad y grandeza de algún dios creador al fin ocioso para toda la eternidad... ¡Dios me libre!
Reviste un carácter fatídicamente infernal para la impaciencia de mi casi patológica sensibilidad, esperar, imposibilitado de cualquier otro acto, la realización de cierto acontecimiento, favorable o adverso pero eternamente postergado.
Lo confieso: Tampoco sé yo esperar a las musas, ya sean éstas mujeres tangibles, manifestaciones pulsionales, (in)corpóreas o pneumáticas.
En verdad, no me gusta esperar, ni siquiera a mí mismo. Si tardo mucho en llegar, parto indignado sin mí hacia una tierra de nadie...
En verdad, no me gusta esperar, ni siquiera a mí mismo. Si tardo mucho en llegar, parto indignado sin mí hacia una tierra de nadie...
Sin embargo, a pesar de la angustia y el vértigo, de la tribulación desértica y la conciencia imperiosa del desamparo que dicho acto avizor constante puede inaugurar o desatar en nosotros, la capacidad de espera incondicional, infinita, libre, abierta, se podría cifrar, tal vez, como lo indestructible de lo abisal (in)humano.
Mayo de 2004 (Texto retocado).
© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana.
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