domingo, 8 de marzo de 2015

FRAGMENTOS DE UN DIARIO ELECTRÓNICO

«El flâneur, el callejero al azar, se convierte de este modo casi en un detective a su pear… Su indolencia solo es aparente, pues tras ella se oculta la vigilancia de un observador que nunca pierde de vista al malhechor... En tales condiciones, sea cual sea la huella que el flâneur persiga, ha de conducirle hasta un crimen. Con lo cual se indica de qué modo la historia detectivesca, a despecho de su sobrio cálculo, coopera en la fantasmagoría propia de la vida…» Walter Benjamin

«Recuerdo los ojos azules y la boca sensual y mistérica de una joven guía polaca en el Metropolitan Museum of Art...» Armando Almánzar-Botello

«Delira tú en su prosodia New York y el cuarto abierto. / Desliza ideogramas por el piercing de su vientre y la cima de su insomnio… / ¡Central Park en mi ventana!» Armando Almánzar-Botello  

           En Roosevelt Avenue, Queens, New York, United States of America, 2009

                                                    Vista nocturna de Manhattan
                                             
Por Armando Almánzar-Botello

A Fredesvida Báez Santana, latido indescifrado y luminoso de la perla.


Miércoles

[...] En Nueva York, el ritmo del subway, de los automóviles y de la ciudad toda se te mete en el cuerpo y terminas acoplando tu velocidad visceral y anímica a la gran maquinaria que conforman el colosal y policéntrico paisaje citadino, la danza de los rostros anónimos, la diversidad insólita de los fenotipos y las culturas... 

Un buen día, por insólito designio del azar, de súbito el desprevenido viajero se descubre o experimenta como un extraño significante (de) más... 

Tomado por la turbulencia proteiforme de la urbe, se mira cogido en el entrópico torrente o devenir indescifrable de las calles, y fluye a la deriva entre los puntos y comas del párrafo brutal que constituye la secreta fascinación de cada día en la historia de una ciudad cuyo destino parece que oscila, de un modo asombroso, paradójico, entre un paraíso y un infierno de signos desacralizados, metonímicos, construidos, deconstruidos y reconstruidos en cada instante a la medida del Deseo de los “hombres huecos” del siglo XXI, como hubiese dicho Thomas Stearns Eliot. 

La ciudad de Nueva York es un texto que padece “infinitud potencial”. Hay un riesgo deletéreo para el inmigrante, para el hombre extranjero que se sumerge en ella: perder el alma y convertirse en un “punto dígito en la topografía de la desesperación” —como me parece que dijo alguna vez Henry Miller—, en un coágulo de soledad sin lugar fijo en la anatomía urbana... O simplemente pensar que ha encontrado la ciudad perfecta para vivir en estado permanente de iluminación, maravilla, frivolidad, trabajo productivo interminable o gozosa catástrofe...

Por suerte, existen aquí oasis imprevistos de belleza temperada, de dolor y de placer estéticamente dirigidos y orientados, que te salvan del hundimiento definitivo en el abismo del sinsentido, del delirio en bruto, de la fragmentación del ser y el olvido sin retorno. 

Una parte importante de dichos espacios o experiencias de redención la conforman ciertas calles, olores y edificios como salidos de un sueño de tu infancia y que te reconcilian con el mundo; algunos encuentros fortuitos, mágicos, con seres extraños —insospechada fauna de fosforescencia discreta que transita o fluye por las calles y duerme en cualquier banco frío de parque o en hoteles de paso—; los curiosos estados de reveladora conciencia que parecen asaltarte al escuchar los sonidos de un pájaro carpintero en un árbol próximo a la ventana de tu cuarto, siempre agobiada por un ruido permanente de bocinas y motores... 

En el conjunto de los territorios milagrosos y salvíficos que nos ofrece alucinada la gran urbe, no debemos olvidar jamás la realidad transmutante de los museos de arte, las febriles bibliotecas y librerías, las pequeñas salas de teatro, los encuentros contingentes con increíbles, bellas y generosas muchachas en los nocturnos clubes de jazz del Greenwich Village, las grandes discotecas abiertas hasta el amanecer de cualquier día cimarrón, los deslumbrantes, erógenos y postmodernos locales de striptease, donde sorpresivamente descubres como bailarina nudista a una hermosa, joven, nostálgica y complaciente compatriota de provincias...

Tengo la música disonante, aleatoria, heterofónica de la ciudad de Nueva York metida en el cuerpo: consonancias y disonancias a lo John Cage; conjunciones y disyunciones al modo de la escritura de William S. Burroughs, al ritmo del jazz de Sonny Rollins, de Joshua Redman, Kenny Garrett, Kenny Kirkland... Chirridos de bielas, fragor de motores, humaredas que ascienden lentamente bajo la tenue llovizna que cae sobre un pavimento coloreado por el neón, el deseo y los sueños. Sensación de que algo indefinible acecha, agazapado en cualquier muro manchado de graffitis, y que todavía no salta sobre ti…

Una maquinaria centelleante llena de rumores y silencios, de luces y de sombras, la gran ciudad... Mas llena, no obstante, de tu cuerpo lejano de mujer —pero ahora casi palpable para mí— y de tu maravillosa, múltiple, inagotable presencia que se alza por encima de los rascacielos de Nueva York, para nadar desnuda, como una divinidad sorprendida, en un aire de infinito luminoso todavía más alto que todo lo alto...

Poema plural tú, jardín amado, seguido por el perfume ritual de otros jardines iguales a ti en su misterio: séquito abismal de ti misma reflejado en las vitrinas resplandecientes de los comercios en los que venden la última “tableta electrónica”... 

Casi te alucino por las calles presurosas. Me vuelvo… ¡y ya no estás!... Juega tu recuerdo conmigo al escondite irradiado en los espejos. Pero al fin te resuelves en la unidad perfecta de un latido anticipado igual a tu palabra, anhelante, y escucho de nuevo tu voz de pulpa melodiosa en mi teléfono celular...   

—¡Hola, mi amor, justamente ahora pensaba en ti!...

Como ayer te había dicho que lo haría, hoy he visitado nuevamente al MoMA (The Museum of Modern Art). Allí he refrescado la memoria visual de tu presencia distante con peces de Matisse y luego, por las calles, con los trazos del viento fugitivo entre los plátanos…

Picasso, Dalí, De Chirico, Cézanne, Kandinski, de Kooning, Gorky, Pollock, Matta, Rothko... acompañan la magia coral de los encuentros… 

¡Eres incesante caminando de mi brazo en el recuerdo!…

¡Y pensar que llega casi la gran “Exposición Centenario de Francis Bacon” en el Metropolitan!

¡Y aquella breve pieza teatral de Samuel Beckett, que tú y yo amamos tanto, aparece para mí, prodigiosamente, la próxima semana en off off Broadway!

La vida es noble y cruel de un modo simultáneo. Ante su cáustico y loco secreto la risa desmedida es la sentencia... 

Ya lo dijo un día un hombre indescifrado, el mismo que un judío erudito sin ruborizarse nombra, en sesgado arrebato de olvido (in)comprensible, como «el inventor de lo humano»...
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En Nueva York ahora llueve, llueve, llueve... Miro la luz del amanecer a través de la ventana de mi cuarto en el piso 19 de Queens (apartamento de mi Tía Marisela). 

Más que final de primavera y principio de verano, hoy parece un día otoñal desfalleciente... Y pienso mucho en ti, Odelia... 

Luego te escribo con más precisión, con menos devoción por el fragmento…

Dentro de un mes, si consigo algo más de dinero, me encontraré de nuevo en Santo Domingo… 
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Viernes
11:30 de la noche 

Precisamente ayer, mis amigos William y la bella Lin, los miembros del club y yo, llegamos hasta Coney Island Station, en Brooklyn, movidos por una espesa nostalgia de bruma escrita, vivida hace años, secretamente literaria…. 

Hoy, justo a mi llegada a Nueva York procedente de New Jersey, Plainfield, a eso de las seis y treinta de la tarde —viajé allá por la mañana a visitar a unos familiares y a entrevistarme con ciertos conocidos por motivos de negocios—, no me explico el porqué, al desmontarme del autobús me sentí profundamente extraño...

Antes de salir de Plainfield me había tomado todos mis medicamentos cardiovasculares, antipsicóticos y ansiolíticos. No había ninguna causa evidente que explicara mi aguda sensación de extrañeza.

Llegado el momento justo, abordé el tren que me podía conducir a Queens County, la línea “E”, y acomodé ausente mi estupor junto a una discreta ventanilla...

No obstante, como guiado por una fuerza imponderable, secreta y poderosa, después de mirar un rato a través del cristal de mi ventana en el tren la danza irregular y sinuosa del paisaje que me hablaba de las experiencias vibrantes de Walt Whitman, de Charles Baudelaire, de T. S. Eliot, Arthur Rimbaud, Blaise Cendrars, Edgar Allan Poe, Henry James, Allen Ginsberg, William Faulkner, Jack Kerouac, Lawrence Ferlinghetti, Henry Miller, James Joyce, Frank O’Hara, John Dos Passos, Maria Callas, Charles Bukowski, John Ashbery, Baruch Spinoza, Franz Kafka, Thomas Pynchon, Don DeLillo, Jacques Derrida, David Foster Wallace, Paul Auster... de tantos otros estadounidenses o europeos que de una forma física, imaginaria, virtual o inédita exploraron o sondearon el abismo de Norteamérica, me desmonté automáticamente en la parada equivocada y vagué sin rumbo por la estación del subway a la altura de la Séptima Avenida. 

Algo desconocido en mí decidió conducirme como un sonámbulo por calles que no recordaba haber visitado nunca en Manhattan. Me perdí, de modo textual, en el hervidero impredecible de una rara y convulsa muchedumbre.

Envuelto por el rumor del gentío que desbordaba las plazas, las aceras, y creaba de forma oscura y literal corrientes turbulentas de cuerpos humanos que se desplazaban como vectores delirantes hasta por las mismas calzadas de las calles, me olvidé de mi nombre, de los contornos netos de mi cuerpo, de mi identidad y de mi origen. No recordaba la razón, si la había, por la que me arrastraba lleno de una extraña energía empática, simbiótica, confundido con ese oleaje de seres desconocidos y de nacionalidades diversas. 

Entonces, “Yo fue Nadie”: Un par de negras zapatillas vacías, sin ninguna persona dentro, vagando por las calles de una geografía urbana más que real, quizá alucinada...

Lleno de un indescriptible estupor vagué casi dos horas perdido entre el gentío monstruoso...

Poco después, súbitamente, comprendí el significado de la palabra howl, “aullido”... Y vi, fijo en mi mente, con esa lucidez terrible que solo pocas veces he sentido —únicamente en estados de conciencia profundamente alterados por la droga, por la meditación o por las frías llamaradas del delirio—, el cuadro conocido como “El Grito”, del gran pintor noruego Edvard Munch...

Creo que tuve, en la experiencia inefable de un radical desamparo, una cierta entrevisión de la condición humana y su trágico destino, vivencia colindante con la iluminación místico-poética de la deriva neosituacionista de un flâneur, de un cyborg postmoderno... o relacionada, simplemente, con la locura y su obstinada lengua de azul acetileno...

Cuando regresé a mi estado consciente habitual, me sorprendí al caer la tarde bañado en frío sudor, hablando apresurado en mal inglés con un desconocido sobre la peligrosa situación del Medio Oriente. El diálogo se desarrollaba en la incierta esquina de una calle anónima de un Manhattan transfigurado que me recordaba las pinturas apocalípticas de Hieronymus Bosch, con su característico incendio de ciudades oscuras rojo-sangre... 

Momentos después, mientras continuaba mi conversación con el hombre del asfalto, el espacio vivo comenzó a transfigurarse y evocó eso innombrable que imagino siempre como el extraño rumor alucinante de “La entrada de Cristo en Bruselas”, lienzo vanguardista del pintor belga James Ensor...

A duras penas, pero reconciliado al fin con lo Real, cargado mi cuerpo de un indescriptible magnetismo, abordé el tren de nuevo y me dirigí, lleno de soplos premonitorios, a la estación de Woodhaven Boulevard, para retornar al paisaje familiar de Roosevelt Avenue, en Queens.
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Creo que fue así, no estoy seguro de mi recorrido, pero llegué a casa justo cuando mi primo, legítimamente preocupado, llamaba por teléfono a unos amigos comunes preguntándoles por mi paradero...

Había estado yo dos días completos con sus noches, explorando los abismos de la Gran Urbe... 

Al día siguiente, volví por octava vez (la he visitado hasta el momento unas dieciocho veces) a la exposición del Metropolitan Museum con motivo del centenario del nacimiento del gran pintor angloirlandés Francis Bacon...

Discutí en el museo con uno de sus guardianes, pues mis reiteradas visitas a la exposición y mi particular comportamiento frente a todos los cuadros, violando sin miramiento alguno los protocolos de aproximación, terminaron por hacerme parecer sospechoso...

Cada día me confirmo más en mi presunción, a lo Philip K. Dick, de que la realidad es un mero ensamblaje de utilería, una territorialidad delirada en la que unos viven y otros mueren; en la que ciertos innombrables programan secretamente los hechos, y otros taciturnos o llenos de candor los disfrutan o padecen…

Por cierto, Odelia, ayer en la mañana, un homeless amigo muy generoso me regaló los dólares suficientes para comprar nuestros anhelados anillos de matrimonio
[...]

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Febrero–Julio 2009 Copyright © Armando 
Almánzar-Botello. Nueva York, Estados 
Unidos de Norteamérica. (Texto retocado)

1 COMENTARIO:

Irina Maribel dijo: ¡¡Me ha fascinado, Armando!! 23 de octubre de 2012, 15:19

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Copyright © Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor. Santo Domingo, República Dominicana.

2009. Nueva York, Estados Unidos de Norteamérica. (Texto retocado).

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Otro blog en el que figura este mismo texto:

Blog Cazador de Agua

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1 comentario:

  1. Poeta, es un texto sublime. Y se identifica uno con algunas calles de Nueva York, sus bombillas arrojando luz por céntricas avenidas.
    Un abrazo, mi muy querido amigo y poeta.

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