domingo, 8 de febrero de 2015

ARTE Y MALDITISMO (Poema en prosa y al alimón)

«¡Estúpido el Poeta, Gran Amo de la Nada: metafísico exégeta del Hambre!» Armando Almánzar-Botello

«Desgarrada en los vitrales de la luna, / rabiosa llora tu noche su alfabetoFredesvida Báez Santana
                                   

Por Fredesvinda Báez Santana y Armando Almánzar-Botello   

A Charles Baudelaire; a Arthur Rimbaud; a Jacques Lacan, in memoriam
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     Nunca me ha convencido la mera pose vanguardista, 
la falsa innovación repetitiva, compulsiva,
el fanático y ridículo amanerado malditismo que sin rubor se disfraza 
de conquista, / de coartada bulímica en honor a narcisos
de mercantil teatro existencial o artístico. 

     El llamado malditismo, 
como tantas veces lo dijo aquel viajero visionario, 
no es efecto de una decisión personal:
no conforma el hecho simple (ahora postmoderno)
que cibernético y mágico resulta, por ejemplo, 
de ordenar a través del metaverso
la compra de seis docenas de camisetas de lino,
impresas con imágenes de H. R. Giger, 
seductoras, monstruosas... / o la impresión y venta 
de tu gótico y pésimo último libro 
por la expedita vía de Amazon. ¡No! 

El malditismo es
            / terrible y sencillamente /
una pura fatalidad:

     la forzosa respuesta vital —creadora en 
particulares ocasiones— al oscuro
callejón sin salida del mero consumismo. 

     Si algunos artistas y pensadores 
(desgarrados por las contingencias de la vida) 

se asumen como trágicos en sus respectivas obras, 
y conmueven a un determinado público (auditorio 
casi siempre restringido y selecto 
en una primera fase de la recepción 
de los nuevos mensajes creadores, 
aunque no siempre), 

ello es resultado de su vigorosa reacción,
estética, ética y cognitiva, 
frente a la desgracia real y padecida 
que los convirtió en malditos. 

     El malditismo no es, como algunos creen, 
un divertimento existencial, ni una simulación, 
ni tampoco un pasatiempo. 

     No es una elección light o soft. El maldito, 
el siniestro nebenmensch

(tanto como el “bendito” que transige 
con el mercado y la banca)

si tiene genio y talento, si alcanza 
con su obra un genuino valor est/ético, 

solo pone en práctica lo que Nietzsche denomina: 
                   “Devenir el que se es”. 

     Esa ontología no pasa nunca de moda:
si la moda y el modo fueran el objetivo. 
Pero no. Jamás lo son para el auténtico 
hacedor de las preguntas nómadas...

     El gran artista maldito es activo 
y creador por medio de su arte, 
aun cuando, por variados motivos, 
pueda ser incomprendido en su potencia semiótica, 
fracasar en otros planos rentables de la existencia... 

     La obra que realiza, si posee calidad 
y en espejo deformante dice lo que dice, y lo cumple, 
con esa ráfaga o sucesión de signos esclarecidos, ofrece
—«palmatoria que ilumina el indecidible crepúsculo»— 
un palpable testimonio de la más esencial de las victorias: 
los sentidos plurales que se alumbran, finitos,
en la plétora infinita y el abismo, 
surgiendo en el exceso de todo sinsentido... 

     El mercado es tan solo comedia, 
vulgar oportunismo ciego, 
imitación frívola de aquello que vuela, 
informe tipografía del tedio, mascarada,
topografía perversa de los vórtices, 
mandato catastrófico al goce... 

     Finalmente, «Se» debe decir:
la ubicua instancia que alucina y sueña 
(sujeto esquizo de la escritura andrógina, 
                    bilocada y mixta)
por motivos temperamentales y al no ser 
ella solo una gran artista, 
                                                prefiere, 
en su discreto hacer (im)personal, 
cotidiano, 
                   los modestos logros de un “benditismo” artístico 
                                                    moderado: 
                                Eso inapropiable que al yo diluye 
                                         cuando el Deseo salva...   

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Mayo de 2017

© Fredesvida Báez Santana y Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos los derechos de autor.
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HILO DE LA CARNE. (Cabeza de Bacon I)

     Por Armando Almánzar-Botello 

     A Don Mario Vargas Llosa, admirador del pintor angloirlandés Francis Bacon
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     No logra solo el Tedio escribir sin un metrónomo. No puede abrir su cuerpo sin la música el Deseo. Áspero el sudario en la fiebre lo presiente. 

     Oscuros torreones del Ego acorralado sienten miedo por los bordes: hay grafemas derretidos, óleoputrefactos.

     Muy vivos los tejidos del origen lo respiran: metastásica, ekfrástica ectoplasmia... Con ellos el pintor envuelve amantes de su enigma: ¡polimorfo transmuta y se libera!

     Mordida por el garfio turbulento y por la espina, rota página herida su carne atormentada, desolada otra figura en letras lo desangra. Al fin lo escribe al viento. 

     No puede solo el miedo en mangas de camisa decir sobre una mesa delirante su paraguas. No puede. No alumbra con navajas la memoria —lento caracol de baba negra— espiral manierista del misterio… 

     El ritmo es decisivo si marca los aullidos… ¿la Voluntad de Forma?...

     ¡Estúpido el Poeta, Gran Amo de la Nada: metafísico exégeta del Hambre! 

     El hombre solitario de labios mutilados y lengua serpentina, quebrado el verbo impúdico, tinieblas la ventana, grita lo siniestro vacío de sentido cojeando en 3x4 el horror en su aventura. 

     Luna es gato putrefacto a través de las persianas… 

     Arde un hombre solitario y la noche lo amenaza: fría sombra gigantesca y su rumor de rascacielos. El Metro es la serpiente subterránea con faroles que lo arrastra prisionero y veloz hacia el Infierno… 

     Cama descompuesta, rostro y toro confundidos, vuela furia por la frente hasta la boca convulsiva. 

     Sangra el hilo de la carne los amarres viscerales: Tigre y Minotauro junto al Cíclope del miedo. Pero hay huesos lacanianos, litorales de la letra... cirugías... 

     Abierto lo (im)posible: Eterno es el Retorno del Espectro en la Memoria, el derrumbe indestructible del Olvido.

     En los ritos funerarios de las noches, rojizas por espesos augurios —vapores arcaicos de la sangre— se mira su otro yo el hombre pensativo. Inventa los balcones, un astro esquizofrénico, mugriento y barbado cazador de los espejos… 

     En el décimo piso de la muerte, las aristas de su cuarto alucinante fosforescen. 

     Asomado a la ventana, bebiendo la tiniebla, Bufón equilibrista se ríe del vacío: túnel que vomita lodo de cloaca y sombra infame de guarida. 

     Camina el pensamiento por la ruta de lo incierto. Delira una violenta belleza en la basura… 

     Y el arte alza el vuelo, levanta catedrales contra el tiempo y el olvido: negros cubos beckettianos del desastre… 

     Lenta cama del insomnio, escrita cara desgarrada, sube rabia por la frente hasta la boca vengativa. 

     Si la mano de la noche apaga la bombilla: fríos dientes carniceros desangran luz de luna. 

     ¿Dónde habita el gran fulgor, el Otro herido?... 

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Noviembre de 2006

Tumoración textual en versión retocada extraída del libro: 

     Francis Bacon, vuelve. Slaughterhouse’s Crucifixion. Editora Ángeles de Fierro, 2007, San Francisco de Macorís, República Dominicana, páginas 18 y 19

Publicado también en el Blog Otros Textos Mutantes. Domingo, 8 de febrero de 2015

© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana.

Otro blog en el que figura este mismo texto:

Blog Cazador de Agua

Copyright © Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor. Santo Domingo, República Dominicana
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EL SEÑOR SPENCER Y EL SEÑOR DEL CABRAL (El Palacio de la Esquizofrenia)

     (¡Lo que el viento no se llevó!)

     «Celebraban entre ellos tu renuencia persistente a la escritura. Algunos, robándose la fuerza de tu pensar profundo, pretendían repetir por vía escrita, especular, distorsionada, la verdad incandescente que brotaba generosa de tus labios. Todo era un turbio juego envilecido en el sofisma. Hasta que una noche inmortal inventaste a tu Platón». Armando Almánzar-Botello

     «[...] Llueve angustia en este cielo. / Hacia el fondo y lentamente llueve pena en los espejos, / huesos blancos y palabras. / Odelisa como el viento por las calles de Manhattan. / Limpio y hondo su recuerdo. / Unicornio desatado de las manos se me escapa. / Virgen negra que me huye incandescente por los labios luz de incendio hacia las venas. / Agua pura de mi alma. / Mía sangre anochecida, / la que ondula en su recóndita distancia reservada. // Odelisa sonriente por las calles de Manhattan: / paloma del invierno, / grito alto en la mañana. / Su recuerdo resplandece la pureza de una espada, / luz de ángel por la herida. / Sus pasos de mujer dejan huellas en la luna, / en la gélida tormenta de New York y en mi memoria. // Odelisa veloz o detenida. / En el vértigo del tren el misterio suspendido. / Su cuerpo es la promesa irrepetible de su cuerpo. / Su sexo es el fulgor de un astro indescifrable... // La luz ya se derrumba [...]» Armando Almánzar-Botello. Fragmento del Poema ODELISA. Agosto de 1986. Santo Domingo, República Dominicana

      Por ARMANDO ALMÁNZAR-BOTELLO

     A Camelia Michel Díaz

     En cierta singular y memorable ocasión, aproximadamente a las seis de la tarde de un mágico viernes perdido en mitad de los años ochenta, departía yo en El Palacio de la Esquizofrenia —reconocido comercio situado frente al Parque Colón, adyacente a la Catedral de Santo Domingo—, con mis admirados y queridos amigos los fallecidos poetas Manuel del Cabral y Antonio Fernández Spencer. 

     Un pequeño coro citadino de tunantes bulliciosos —distribuido en varias mesas aledañas a la que ocupábamos mis dos poetas y yo— recibía frívolamente el resplandor de nuestra conversación, incidentándola con torpes preguntas a los Maestros y con ávidas peticiones de “mediopollos” (tazas de café con leche), sandwiches (“derretidos de queso”) y cervezas Presidente bien frías.

     La referida denominación surrealista “Palacio de la Esquizofrenia”, empleada para aludir al establecimiento en el que hoy todavía se expenden bebidas alcohólicas, comidas y café, y cuyos tres pisos superiores se convirtieron, desde hace casi una década, en un notable hotel turístico de la Zona Colonial de Santo Domingo, es ahora utilizada corrientemente por escritores, artistas e intelectuales, tanto nacionales como internacionales. 

     Años atrás, el pintoresco nombre había sido contundentemente usado en algunos artículos periodísticos por el fallecido polígrafo y estilista, admirado poeta y muy querido intelectual dominicano Enriquillo Sánchez Mulet, quien prácticamente se lo apropió con la legítima inocencia del genuino creador que no busca sino que encuentra...

     El viejo bar todavía se llama, en realidad, Hotel-Restaurant Conde de Peñalva, por encontrarse ubicado en esta venerable, antigua, recoleta y “postmoderna” calle de la ciudad antigua o colonial, la calle El Conde (esquina Isabel La Católica), casi convertida hoy, por efecto de la sórdida barbarie urbanística —mera punta de un iceberg innombrable—, en desaliñado parque temático y en “territorialidad perversa del artificio”... 

     En honor a la verdad, debo decir que yo y solo yo rebauticé de ese modo a la Cafetería El Conde, “Palacio de la Esquizofrenia”, allá por el lejano año de 1980. La llamé así por los extraños, kafkianos, beckettianos, oníricos, circenses y muy pintorescos personajes que la visitaban, incluyéndome a mí mismo, aunque perdí luego la autoría del nombre al no registrarlo en ningún escrito dado a la luz pública oportunamente... 

     Esta curiosa calamidad les ocurría en esos años —hasta con los poemas, prosas y reflexiones más hondas—, a ciertos virtuales autores lentos en el acto de publicar formalmente su escritura, quienes después de haber leído, ensayado y dramatizado en algunos reducidos corrillos sus más caras creaciones e ideas, las veían retornar públicamente de la mano de cerebros memorizadores, prodigiosos y sin escrúpulos judeo-cristianos, que se las habían apropiado ya para siempre en irrevocable matrimonio Gutenberg de tinta oportunista...

     Digo que esto es asunto del pasado, el plagio, por el hecho simple de que ya en nuestra civilizada era “postmoderna”, con instituciones muy activas que defienden los Derechos del Autor, no ocurre nada semejante a las bárbaras apropiaciones y expropiaciones de la letra —y del espíritu— que caracterizaron a la actividad literaria del pasado milenio dominicano... ¡Jo!

     Ahora todo es cultura global, colectiva, planetaria, cibernética, patrimonio de la humanidad gracias a la maravilla de la Internet... Hoy se ve limpiamente regulada la megaestructura social terráquea por las leyes providenciales del mercado... Las ideas de plagio y originalidad se han modificado profundamente en las universidades de Estados Unidos... Claro, como efecto del impacto de las redes sociales sobre la sensibilidad colectiva, y de una vieja y sostenida influencia europea de vocación universalista... ¡Jo! 

     Todo está hoy muy organizado en esta maravillosa reedición de la “Sociedad del Espectáculo”, así denominada hace años por el pensador francés Guy Debord. 

     Muchos escritores de nuestro país, antiguos militantes de la creencia en la ética del Autor, hasta perciben actualmente honorarios por “regalar” al mundo sus brillantes ideas... En fin: ¡Viento en popa! 

     Recuerdo, como si fuese ahora, que la mañana en que se me ocurrió el nombre “Palacio de la Esquizofrenia” tenía yo sobre mi mesa, en la mencionada cafetería, un profundo libro de Aaron Esterson, Dialéctica de la locura —todavía la antipsiquiatría daba sus últimos aletazos, parcialmente renovada con el oxígeno del pensamiento de Jacques Lacan y su Escuela—, y me encontraba en compañía del poeta y filósofo Antonio Fernández Spencer, uno de los protagonistas de la brevísima historia que relataré un poquito más adelante, si tu benevolencia lo permite, amable lector...

     El poeta celebró y asumió de inmediato mi hallazgo verbal: «¡Palacio de la Esquizofrenia! ¡Palacio de la Esquizofrenia!», repetía una y otra vez Spencer, con su voz más vibrante y mayestática, como quien medía la magnitud de un gran descubrimiento. 

     Así las cosas, estuvimos entonces bromeando largo rato mientras efectuábamos un supuesto proceso psiquiátrico-psicoanalítico de diagnóstico diferencial para cada uno de los inocentes parroquianos allí presentes, convertidos por nuestro negro humor, sin ellos sospecharlo, en interesantes y peligrosos pacientes psiquiátricos. 

     De improviso, Spencer me dijo con cierto aire de perspicacia latina en la mirada y en los gestos: «En sus Meditaciones, Descartes creía que “sed amentes sunt isti” [algo así como: “los locos son ellos”], mas ahora yo pienso que los locos somos nosotros... ¡y Descartes!...».

     Acto seguido, el poeta y yo reímos como verdaderos delirantes y alucinados hasta llamar la atención extrañada de muchos parroquianos, entre ellos la del  doctor Francisco Henríquez Vásquez (Don Chito para sus amigos más íntimos), reconocido historiador y profesor universitario, pariente cercano del erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña y digno luchador antitrujillista, que anidaba regular y democráticamente en la mesa de un rincón del establecimiento, para almorzar casi siempre puré de papas con pollo asado, y luego tomar su cafecito cuerdo y discreto, entre la fauna heterogénea de la cafetería alucinante. Recuerdo que Don Chito, a quien también profesé siempre un gran afecto, dirigiéndose con ironía a Fernández Spencer al escuchar nuestras desaforadas carcajadas, le dijo: «¡Spencer, ah la juventud, irreverente!». El poeta Spencer batió palmas y respondió como el anciano y obeso Falstaff de Shakespeare: «¡Nos odian a nosotros los jóvenes!».

     En verdad, formábamos una extraña y esperpéntica pareja: Yo, un joven y flaco Apolo mulato, de apariencia presumida, estirada y manierista, y el maestro Spencer, un anciano jorobado, con blanca melena orlada de calvicie, gesticulante y paradójicamente vivaz como un macho cabrío, como un toro dionisíaco de la antigua Grecia o como el gnomo sabio salido del pensamiento cabalístico... Pero, ¡basta ya de digresiones!

     Aunque no estoy armando un cuento con todas las de la ley porque me da mucha risa, debo reconocer que esa es otra historia, la del real inventor del Palacio de la Esquizofrenia, original relato que luego, en su justo momento, tendré la oportunidad de narrar para esclarecer un poco, quizá, el enigma del verdadero autor de La Ilíada y La Odisea...

     Como ya he dicho al principio de mi escrito (¡escúchame de nuevo, lector, esto no es un cuento!), aquel viernes nos acompañaba en la mencionada tertulia vespertina —la cual funcionaba casi siempre como encuentro de tanteo para saltos etílico-metafísicos de mayor envergadura—, la usual comparsa de sicofantes de las letras, cagatintas y “lambetragos” a tiempo completo, que habitualmente se encuentran destinados a ser ominoso telón de fondo en las más interesantes y prometedoras historias. Como es natural, ellos llevaban la voz cantante hablando tonterías y estimulando la secreta discordia, la mutua admiración inconfesable o «enamorodiamiento» que siempre existió entre nuestros dos grandes poetas: Don Manuel del Cabral y Antonio Fernández Spencer.

     Don Cunito, como le llamaban con afecto sus más próximos a Don Manuel, cuando hablábamos en privado, lejos de los «hombres de tragos sin real interés por la literatura» y que muchas veces nos rodeaban y acosaban hasta la náusea, llamaba al poeta Spencer «Tu amigo el Profesor», y afirmaba que el autor de Diario del mundo y de El retorno de Ulises —premiado por Vicente Aleixandre y amigo personal del helenista español Antonio Tovar—, no superaba la mera corrección poética, porque, según el poeta Manuel del Cabral, Spencer no tenía verdadero duende: «¡Se lo mató el logos griego!», decía el autor de Compadre Mon y de Trópico picapedrero, entre grandes carcajadas. 

     Spencer, por su parte, en muchas ocasiones en que conversábamos animadamente sobre temas de poética, arte y filosofía, se interrumpía de repente, suspendido el vaso de cerveza en su diestra, y me decía muy exaltado: «¡Poeta grande es Franklin Mieses Burgos, ¡coño!, que borda en su canto el sentir más íntimo, pero también lo que aprendió en los griegos, en Hölderlin, en Rilke, en Trakl y en Nietzsche!». Y acto seguido añadía: «¿Qué puede enseñarme a mí poéticamente Cunito Cabral, un simple versificador intuitivo, meritorio, sí, por su genio natural, espontáneo, pero que no sabe discurrir filosóficamente sin caer en puerilidades?». Yo me limitaba a guardar silencio. Nunca critiqué al ausente cuando me encontraba en compañía de su “amoroso” adversario...

     En la ocasión a que me refería al principio de este breve relato anecdótico, estábamos reunidos, mansos y cimarrones. 

     Don Manuel, con la angélica arrogancia infantil que lo caracterizaba en ocasiones, decía que, después de Pedro Henríquez Ureña y de Juan Bosch, la figura literaria dominicana más conocida fuera del país era justamente él: Manuel del Cabral. Todos los presentes, menos yo, se rieron a mandíbula envidiosa, batiente y resentida. 

     Fernández Spencer escuchaba, agazapado peligrosamente, con su rostro más afilado, jovial y guerrero que nunca. Ardía por dentro en fría y lúdica furia abstracta...

     Cuando todos los concurrentes pensaban que la envidiada y temible figura del poeta, filósofo y diplomático —en España Premio Adonáis y Premio Leopoldo Panero—, había sido vapuleada de modo irreversible por las gráciles y puras declaraciones de Don Manuel, Fernández Spencer desató de improviso un fuerte golpe sobre el tablón de madera, con los nudillos de su puño derecho, y dijo: «¡Yo me conformo con ser el mejor poeta de esta mesa!».

     Al escuchar la rotunda declaración de Spencer, que fue seguida de estruendosas carcajadas, el poeta Manuel del Cabral, como Alguien ausente que ha escuchado Nada, pidió apresurado su cuenta a nuestro querido y reservado Mayordomo Abreu, y se marchó con cautela sin despedirse de nadie, con sus pequeños y vivaces pasos de inquisitiva avecilla metafísica que explora, provisoriamente, antes de emprender su vuelo vertical hacia lo alto, los banales misterios de la tierra... 

     Mientras yo veía alejarse a Don Manuel del Cabral y sentía el pensamiento de Fernández Spencer bullente de espadas y de pájaros nerviosos a mi lado, pensé en un cuento del Malostranské povídky (Cuentos de Malá Strana) del gran escritor checo Jan Neruda.

     (Curiosa, inquietante extrañeza kafkiana: Ana Ozema Valdez, mi abuela materna, me realfabetizó en las páginas del Malá Strana...).

     El narrador checo cuyo apellido dio el seudónimo a nuestro Pablo de Chile y del mundo tituló su cuento, por mí ahora evocado, como “El señor Rysánek y el señor Schlegel”. En él, Jan Neruda narra, según ahora “malrecuerdo” —¿“misreading” de Harold Bloom?—, la historia de dos hombres que, juzgados en su apariencia, se odiaban minuciosa y profundamente. Estos personajes se reunían casi todos los días en una concurrida fonda de la Praga del siglo XIX, en el popular barrio conocido como Malá Strana, y ocupaban mesas próximas desde las cuales se dirigían, de un modo reiterado, indirecto, implícitos ataques personales...

     Sin embargo, al morir uno de ellos, poco tiempo después muere también el otro, derrotado evidentemente por la ausencia de su adversario favorito... 

     Jacques Lacan, el gran psicoanalista francés realmente postestructuralista, persiguiendo las huellas laberínticas del amor transferencial, denomina hainamoration (enamorodiación, enamorodiamiento) a esa intrincación enigmática del amor y el odio.

     ¿Verdad última o agujero terrible de todo Gran Amor?...

     Por cierto, Antonio Fernández Spencer, como gran provocador intelectual que era, simulaba no conceder demasiado valor conceptual o literario a los llamados postestructuralistas franceses, tan aclamados por ciertos grupos de decisión desde los años setenta. Decía, a modo de butade, que lo esencial de Jacques Derrida se encontraba en las respectivas obras de  Martin Heidegger y de José Ortega y Gasset. Defendía con firmeza irónica y gran humor negro la tesis de que la palabra “droga”, utilizada en lugar de “medicina” para trasladar del griego la palabra “phármakon”, era un truco de ciertos autores —entre ellos Derrida con su “farmacia” judía—, para robar claridad y contundencia al Fedro de Platón...

     Sobre Jacques Lacan, en particular, Spencer tenía una opinión curiosamente coincidente con la de Noam Chomsky: «Lacan no se entiende ni a sí mismo». Decía que su estilo, en ocasiones deliberadamente asintáctico y lleno de rodeos, era farragoso, innecesariamente neobarroco. No tomaba en cuenta don Antonio, para temperar su juicio tan rotundo, la naturaleza esencialmente oral de la estrategia discursiva del psicoanalista y pensador francés, orientada a fundir, retóricamente, el discurso lógico-identitario con la lógica paradójica del inconsciente...

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18 de Junio de 2010

© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos los derechos de autor.

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ARMANDO ALMÁNZAR-BOTELLO ES MIEMBRO DE LA “RED MUNDIAL DE ESCRITORES EN ESPAÑOL”, REMES

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     Francis Bacon, vuelve. Slaughterhouse’s Crucifixion, Editora Ángeles de Fierro, 2007, San Francisco de Macorís, República Dominicana, páginas 18 y 19

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IMÁGENES:

Fotos con obras de Francis Bacon

     1) (A la izquierda) Fotografía del cuadro de Francis Bacon titulado “Cabeza I”, 1948, tomada en el Metropolitan Museum of Art, New York, 2009. “Francis Bacon: A Centenary Retrospective” (1909-2009)

     2) (Arriba a la derecha) Armando Almánzar-Botello junto al tríptico del gran pintor angloirlandés Francis Bacon “Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión”, 1944. Metropolitan Museum of Art, New York. 2009. “Francis Bacon: A Centenary Retrospective” (1909-2009)

     3) (Abajo a la derecha) Armando Almánzar-Botello, frente al famoso tríptico de Francis Bacon titulado: “Tres estudios para una crucifixión”, 1962, en la Exposición-Centenario de Bacon, 1909-2009, en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York... Gracias a mi fotógrafa personal...

                            Francis Bacon. Tres estudios para una crucifixión. 1962.
Escritor Armando Almánzar-Botello. Museo Metropolitano de Nueva York. 

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