«Lo que entonces llamé “huella” concierne también a la oralidad y, por tanto, a una cierta escritura de la voz.» Jacques Derrida
«Entre la différence y la différance la distinción no es la que separa lo oral de lo escrito. En la différance no se trata solo del tiempo, sino también del espacio. Es un movimiento en el que la distinción del espacio y del tiempo todavía no ha llegado: espaciamiento, devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio, diferenciación, proceso de producción de diferencias y experiencia de la alteridad absoluta. Lo que entonces llamé “huella” concierne también a la oralidad y, por tanto, a una cierta escritura de la voz. No se trata pues tampoco de una jerarquía que emplace la escritura antes o por encima del habla, como ciertos lectores apresurados (apresurados por no comprender) han querido creerlo o hacerlo creer. Una vez más, no puedo sino remitir a estos textos antiguos: La différance o De la gramatología...» Jacques Derrida
Por Armando Almánzar-Botello
Domingo, 5 de febrero de 2012
Blog Cazador de Agua
Cuando los semiólogos, filósofos, historiadores y pensadores del fenómeno estético hablan de la música como la menos “representativa” de las artes aluden al hecho de que en ella, más que en cualquier otra manifestación artística, brilla por su ausencia (o se ofrece de un modo apenas localizable o simplemente distorsionado), el principio especular, imitativo-ilusionista, que caracteriza a la pintura Occidental y que alcanza una de sus más vigorosas manifestaciones en el arte del Renacimiento europeo durante los siglos XV y XVI.
Nos referimos a la duplicación imaginaria de la “realidad”; redoblamiento codificado y regulado por la norma platónica de una Semejanza entre Modelo, Original o Patrón, por un lado, y Copia, Reproducción o Imitación, por el otro.
Esa concepción imitativa en la pintura encuentra posteriormente (en el siglo XVII) su inflexión más alta en Las Meninas de Velázquez: representación del acto de la representación. En esta obra del gran maestro español, se pinta que se está pintando: reflexividad del cogito cartesiano: racionalismo pictórico y construcción en abismo. (Foucault).
Dicha pauta imitativo-ilusionista encuentra su crisis más radical en la pintura de Occidente del pasado siglo XX, con el advenimiento de la abstracción vanguardista (Kandinsky) y con la problematización profunda del orden representativo producida por la sustitución del principio de “semejanza”, la relación modelo-copia (representación), por el principio de “similitud”, la relación desoriginada copia-copia (simulacro), tal como lo analiza con pertinencia Michel Foucault.
En los ámbitos de la música la relación imitativo-ilusionista, tanto vocal como instrumental, entre un modelo y una copia, siempre ha sido mucho más débil que en el registro de las imágenes, más difusa o simplemente inexistente.
Fuera de la primitiva imitación vocal realizada por el Homo sapiens del ritmo de la respiración, del sonido de otras voces, del latido del corazón, del canto de los pájaros, del grito de ciertos animales, de los sonidos violentos, turbulentos o suaves producidos por la erupción de los volcanes, la caída de los rayos, la fluencia del mar, de los ríos, de los arroyos o del viento desplazándose ruidosa o cautelosamente entre las ramas de los árboles en la floresta, la música nunca ha pretendido representar o reflejar el mundo de igual forma que la pintura o los dibujos.
Más allá de la exploración vocal o instrumental de las actividades elementales de la vida humana, del simple intento humano de remedar musicalmente algo de las posibles asonancias y disonancias producidas por el golpear de las primeras herramientas de caza, guerra y trabajo utilizadas por el hombre; más allá del intento humano de imitar los sonidos de los primeros medios de transporte animal y, sucesivamente, de las caravanas, carruajes, coches, trenes, aviones, automóviles, aparatos eléctricos o electrónicos, unido esto al alumbramiento sonoro del impacto sobre el humano del rumor de las multitudes en el entorno de las tribus y luego de las grandes ciudades, antiguas o modernas, la música no ha pretendido nunca, ni lo podría —como específica manifestación semiótica, lúdica y “estética” de los seres humanos—, “duplicar” el mundo de un modo imitativo ilusionista, reflejar de forma “naturalista” la denominada realidad convencional tal como lo hace la pintura.
La primera función de la música no fue propiamente representativa. Era, “en principio”, la poderosa invocación sonora, ritual y mágica, del mundo de la muerte y de lo desconocido con miras a dominarlo y someterlo a los designios humanos mediante sonoridades cargadas de secretas resonancias intrauterinas.
De ahí la tesis de Eugenio Trías sobre lo que denomina las experiencias sonoras primordiales, por vía “acuática”, amniótica, del “homúnculo intrauterino” como fuente primaria de la música, como sede o matriz del protofenómeno musical.
Posteriormente, la duplicación simplemente imitativa de la realidad no la pretende ni la llamada “música concreta”, que utiliza para su articulación estética sonidos llamados “naturales”, objetos sonoros consabidos, familiares o “encontrados”: gotas de agua, pasos, voces, ladridos, etcétera.
Esos “materiales sonoros brutos” o primarios devienen una gestalt o forma propiamente estético-musical cuando son arrancados de su causalidad “natural” y sometidos a un proceso de “distorsión”, contraefectuación o transmutación en laboratorio (reverberaciones, ecos, ralentización, aceleración, mezclas, etc.) que torna extraño su origen “natural” o más bien “extramusical”, y les confiere valencia artística sobre una superficie “metafísica”, cósmica, distinta a la del mundo físico vivido como espacio de despliegue de accidentes empíricos convencionales. (G. Deleuze).
Por otra parte, en la música, dada la naturaleza semiótica específica de la “foné musical”, del sonido musical en sentido estricto, el proceso de la “Bedeutung Intention” (intención significativa como intención de generar significación unívoca o Bedeutung lógico-identitaria, es decir: significado “husserliano” cerrado, intencional, aducido, abstracto), no genera sentido gramatical, conceptual, semánticamente clausurado. Ello solo fue parcialmente posible cuando el fenómeno musical propiamente dicho, a través de su historia, fue acompañado por “cantables”, “letras” o lyrics, como se dice en inglés, es decir, por un mensaje lingüístico que semantizaba, por adyacencia y contaminación, ciertos sonidos o pasajes sonoros.
La vocalización glosolálica —posterior al grito y anterior a la verbalización— revestía originalmente un carácter lúdico-erótico y mágico-exploratorio, pero sin transmitir ningún contenido lingüístico específico sino más bien estados emocionales masivos y sin articulación significante compleja.
Con posterioridad a las vocalizaciones glosolálicas exploratorias del propio cuerpo, de los cánticos rituales primitivos de invocación a lo extraño, a lo otro, a lo desconocido, al sueño, el denominado canto gregoriano —con su crucial importancia en los orígenes de la música de Occidente— no participa del poder simbólico autónomo y comunicativo que luego alcanza dicha tradición musical cuando se va diversificando y configurando, a través de los siglos, como un sistema translingüístico dotado de una compleja y sutil codificación semiótica.
Se establecen así géneros musicales y periodizaciones que marcan la historia barroca, clásica o romántica de la música occidental, conjuntamente con todas sus específicas manifestaciones nacionales, étnicas o regionales, y sus particulares valoraciones religiosas, psicológicas, dramáticas y sociales.
Luego, todo el proceso de evolución de la música en las vanguardias sonoras europeas del siglo XX tiende a liberar de nuevo la materia sonora y musical de sus “codificaciones narrativas”, de sus lazos con el psicologismo y el contenidismo descriptivo y narrativo tradicionales. Ahí están para demostrarlo el dodecafonismo, los diversos serialismos, la música aleatoria, la música electrónica y su dimensión sideral, cósmica...
Con esto no queremos decir que la música no participe de cierta rigurosa organización o articulación semiótica que puede generar en sus márgenes una particular dimensión translingüística del sentido (sinn), del infrasentido, del subsentido (untersinn). Pero en las vanguardias musicales académicas de los siglos XX y XXI, en la denominada música experimental, tiende a cobrar cada vez mayor relevancia la pura dimensión semiótica a-significante del material sonoro inéditamente organizado, aunque fuera de las significaciones extramusicales, psicologistas o sociologistas, asignadas por una tradición que semantizó ciertas estructuras sonoras a través de los siglos.
La música revela un particular registro significante (translingüístico-sonoro) y semiotiza el proceso de emergencia de sentido a partir del sinsentido de la pura ‘foné’ como materialidad semiótica sonora. Deleuze habla del carácter cósmico del ritornello.
El fenómeno musical informa de una modalidad específica de “cierre-apertura”, de un específico carácter fronterizo (Trías) entre el “sentido en fuga” y el “sinsentido” de la pura materialidad sonora intensiva, a-significante. (Deleuze).
Ese cierre-apertura lo efectúa la música a través de un “simbolismo particular” que opera como campo de mediación, razón fronteriza, cópula disyuntiva, gozne o bisagra entre el “informalismo sonoro a-significante y pulsional”, articulación semiótica distintiva característica de la pura materialidad sonora intensiva, “absorta” (“cerco hermético”, según Trías) y un mundo merodeado, insinuado por la forma-sentido musical, por un sentido no apofántico en fuga (“cerco del aparecer”, según la concepción del mismo filósofo español).
Como han señalado algunos filósofos y semiólogos el “sinsentido” no es lo “absurdo” como simple déficit de significación, sino un exceso de posibilidad de sentido que hace que reine en la cadena significante la polivalencia y la indeterminación semióticas.
Por eso, Deleuze y Kristeva hablan de este proceso-exceso como algo “a-significante”, que deviene en generador de sentido y conduce al orden secundario que denominan significante.
La música vocal se caracteriza por la incertidumbre “semántica” de su materialidad sonora entendida como “juego de intensidades puras” de naturaleza no lingüística: “ludismos pulsionales” vinculados a una voz o foné no domesticada(s) por el significado lingüístico, verbal. De un lado el sentido, cierto “sentido” musical (cerco del aparecer) y del otro la pulsión, la pulsación sonora, musical, abismal, matricial (cerco hermético).
Si existe la posibilidad de una “semantización” histórica de melodías, armonías y ritmos, y se puede hablar entonces de un pasaje musical de connotación “triste”, “sacra”, “impetuosa”, “alegre”, “trágica”, “cómica”, etc., esta “semantización en fuga” se produjo a través de la evolución de los géneros mixtos del canto gregoriano, el motete, la zarzuela, y especialmente la ópera, con el valor que en ella se confería y se confiere a la palabra, a la diégesis o historia y al contexto dramático.
Como en el caso de la “gran sintagmática de la banda de imágenes” en el cine (como llama Christian Metz al montaje constituido a partir de los cinematografistas pioneros: Griffith, Eisenstein, Pudovkin, Porter, etc.) la materia sonora se carga de “sentidos” convencionales (sin olvidar los aspectos neuropsicoacústicos y metaculturales) por su relación con los contextos simbólicos, de naturaleza lingüístico-apofántica o no, tal como se ofrecen en los géneros dramáticos que unen lo psicológico, lo narrativo y lo musical.
El sentido no es el significado. Este último es una regulación del sentido de acuerdo al principio de identidad, de forma tal que lo no idéntico del significado (como dice T. Adorno) revista un carácter subordinado a “lo identitario” del significado característico del discurso construido con semantemas. Solo así, bajo la supremacía de una cierta homogeneidad semiótica, puede haber comunicación lingüística no solipsista.
Ahora bien, no tener contenido (significado conceptual cerrado) no equivale a carecer totalmente de sentido o de infrasentido. Trías nos recuerda en su Lógica del límite que el abismo o hiato entre la forma (cerco del aparecer) y la materia sonora (cerco hermético) permite ahí la emergencia o alzado del símbolo que apunta al enigma de ese vacío.
La música primitiva, considerada míticamente en su forma “pura”, como fenómeno vocal archioriginario anterior a la palabra constituida y al grafismo, es un juego emotivo-ritual y mágico que explora el sinsentido musical de la foné en su dimensión semiótica no lingüística. Esa dimensión semiótica es cronológicamente anterior y sincrónicamente transversal (Kristeva) a “lo verbal” entendido como “vehículo del sentido significado”.
No obstante, de la dimensión sonora preverbal y preicónica el hombre solo puede dar testimonio desde su asentamiento en el litoral de lo lingüístico. Eso determina a la “música constituida” (vocal o instrumental) como práctica translingüística más que como ejercicio prelingüístico. Palabra y sonido musical son para Eugenio Trías igualmente originarios en cuanto a relevancia, dignidad y jerarquía ontológicas.
Insistimos: esta relativa “precedencia” operativa, lógica y cronológica del melos con respecto al logos lingüístico no significa que la música, como arte que implica la articulación cifrada de sonidos melódicos, ritmos y silencios (vocales y/o instrumentales), pueda existir y desarrollarse situándose de un modo absoluto al margen de toda semiosis, de toda productividad semiótica. La música no está de un modo simple “fuera” del lenguaje articulado ni mucho menos fuera de la conciencia humana que dicho lenguaje posibilita. Ella es preverbal en tanto que transverbal. (P. Sollers, J. Kristeva).
Debemos resaltar que esta conciencia humana que mencionamos no existiría como tal sin dicho lenguaje articulado.
Simplemente deseamos apuntar aquí, siguiendo a Trías, hacia la especificidad semiótica de la foné musical para diferenciarla de la foné totalmente subordinada a la significación verbal en el contexto de la tradición carno/falogo/fono/céntrica de Occidente.
Es preciso registrar en este escrito, con no menor énfasis, que todo sistema semiótico translingüístico, como señalaba Roland Barthes en sus Elementos de semiología, se encuentra en una relación de redundancia o recambio con el sistema de la lengua, con el lenguaje articulado.
La dimensión archioriginaria de “lo vocal” se ofrece como juego fónico-vectorial, polifónico, pulsional, como “chora” (Platón, J. Kristeva) o matriz platónica “cronológicamente anterior” al significado intencional regulado por el logos metafísico. Esa instancia operativa de la chora es un ritmo no expresivo (Kristeva), una articulación a-significante, productora de sinsentido como ritmicidad, canto, grito, prosodia, risa y puro melos: voz sin azogue (Derrida)…
Estamos en presencia de un juego de puras intensidades que desborda, por la intervención del cuerpo pulsional textualizado, el ámbito de lo lingüístico y penetra en la música como ludismo cósmico, en la carne del mundo (Merleau-Ponty) y en la resonancia de la sinestesia. Dimensión de una foné “figural” (Lyotard), es decir, prefigurativa, no capturada todavía por la idealidad del logos y la significación conceptual.
Lo “textual” derridiano no se reduce a lo lingüístico: lo desborda. Esa textualidad, además de implicar la travesía de la “huella” que enlaza en su movimiento contaminante “la cosa designada, el gesto y la palabra”, se abre a la “música” de una “voz sin autor o sin azogue” y de un cifrado melódico como différance. Estos dos últimos registros se ofrecen como “expropiación” de la supuesta presencia del sentido en el habla, como operatividad de una instancia fluida, “nerviosa”, inasible, que marca el lugar en que la “voz representativa”, fonologocéntrica, se pierde en el rumor del genotexto y su pura significancia, en el fluir de la voz fónica y polifónica entendida como juego que bordea el hueco y la ausencia de sentido, en la escritura o notación musical y su especificidad semiótica.
Vemos entonces la posibilidad de concebir la actividad/pasividad de la “chora matricial” entendiéndola como sinsentido semiótico, como un aspecto de la archiescritura originaria (no más grafica que fónica), “cantada en alta voz” (Artaud, Sollers, Kristeva, Derrida, Barthes).
La foné, en su dimensión de “chora” semiotizante, ritmicidad preexpresiva (Kristeva), vocalización lúdica entendida como archihuella “melódica” muy tardíamente remansada y codificada por la “notación musical propiamente dicha”, permite, al formalizarse posteriormente como escritura musical, la emergencia de “otro lógos” distinto al verbal o lingüístico. (Trías).
He aquí la única y paradójica conjunctio entre un “sensible sonoro heterogéneo” y una sensación problemática, atópica, que se resiste a la metafísica de la presencia y se manifiesta o repercute en los diferentes registros sensoriales. (Deleuze, Rancière).
El primer Lacan, el de “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, evidentemente propende a una cierta sobrevaloración de la palabra en tanto que ligada a lo simbólico y a la significación conceptual. No obstante, de muy distinto arrastre teórico resulta su valoración ulterior de la “letra” como instancia ligada a “lalangue”: pura significancia sin sentido relacionada con el goce y ajena radicalmente a la vertiente de esa foné que se subordina al “pensamiento de un concepto significado” y al discurso como lazo social.
Con las categorías de significante translingüístico, “pulsión invocante”, “lalangue” y particularmente de “letra”, podría decirse que Lacan, como lo hace también Julia Kristeva en tanto que representante del llamado Giro Lingüístico, abandona la reducción de la foné al significado lingüístico.
Lacan deja abierto el campo para una aproximación a la materialidad del sonido musical en su especificidad irreductible. Prueba de ello es su conceptualización del “sinthome” polifónico joyciano como instancia relacionada con la letra (a no entender como grafía), el sinsentido y el goce del inconsciente real, manifiesto en una suerte de escritura musical en alta voz concebida como genotexto pulsional (Roland Barthes va por esta dirección en sus obras El placer del texto y Lo obvio y lo obtuso).
En la “pulsión invocante” lacaniana se apunta a la voz, pero no necesariamente a una “voz representativa” como soporte de significación verbal.
En Lacan, evidentemente, la Voz no se reduce a la Palabra. Del mismo modo se concibe una diferencia, en el contexto del pensamiento lacaniano, entre “discurso” y “lenguaje”. Se puede estar “fuera de discurso”, en el sentido de fuera del “lazo social” (como en el caso del psicótico), sin estar fuera de la “significancia” de “lalangue”: el sujeto está, quiéralo o no, sépalo o no, en la polivalencia del significante y bajo la lluvia del sinsentido como letra.
En el caso concreto de la música vocal, la “onda de la sensación” como juego de vectores pulsionales, fónicos, se manifiesta de modo especial en un registro sonoro no sometido al significado verbal ni al mensaje tético, gramatical, apofántico o no apofántico.
Veamos ahora lo que dice Eugenio Trías en su magnífica obra La imaginación sonora, sobre el problema que nos ocupa:
«Los filósofos del giro lingüístico, tanto los que lo promueven desde supuestos hermenéuticos y existenciales, como los que siguen la vía semiológica o desconstructiva [sic], parecen interesarse profundamente por la foné. Todos ellos hablan de la Voz, y reflexionan sobre ella. Pero al parecer esa Voz a la que invocan no parece emitir en ningún momento sonidos propiamente musicales: entonaciones, melodías, cánticos.
»El gran filósofo de la Voz, Martin Heidegger, apenas consagra unas líneas a la música. En ningún momento de Ser y Tiempo se hace referencia al arte musical. Pero tampoco comparece la música en ningún pasaje de su obra posterior. La música no entra en el horizonte de ese filósofo tan sensible con la palabra y el silencio, con la vocación y la invocación, con la audición y la escucha. Palabra y poema del ser no parecen avenirse de forma alguna con el sonido musical. Pese al patronazgo rilkeano de este filósofo no hay rastro alguno en su obra del arte de Orfeo.
»Poco dice de música el psicoanálisis estructural. Jacques Lacan se limita a reseñar la existencia de una misteriosa [sic] pulsión invocante, de la que por cierto apenas habla. Al psicoanálisis le incomoda palpablemente la música: no sabe qué hacer con ella. Su propensión a referirse a la palabra impide al psicoanálisis de obediencia lacaniana una reflexión sobre un uso de la foné que invita a remontar a escenas previas a la adquisición lingüística. Que incluso exige retroceder a un fascinante universo preexistente: al hábitat anterior al nacimiento.
»En el inframundo intrauterino, que en mi propuesta filosófica denomino lo matricial, es quizá donde se produce la emergencia del protofenómeno que da lugar a la foné musical, y que abre la posibilidad de una escucha que no podrá nunca confundirse con la que acoge la palabra. Hay que remontar hasta primerizas jornadas del embrión-feto para descubrir el surgimiento del primer registro de la voz materna (por la vía del líquido amniótico).
»El propio Freud reconocía que la música le desbordaba, o que no quería aproximarse a un arte en el cual, según propia confesión, se sentía arrastrado y sin control. La orientación psicoanalítica, en su fijación exclusiva en la palabra, se ha bloqueado la vía de una escucha que trascienda esta, o que acierte a convocar también ese uso diferenciado de la foné con tan poco predicamento en esos medios.
»Jacques Derrida, el crítico gramatológico de la concepción husserliana de la Voz y del Fenómeno, considera la primera [LA VOZ] SÓLO COMO VEHÍCULO DE LA PALABRA. EN NINGÚN MOMENTO SE ENTIENDE ESTA EN TÉRMINOS QUE NO SEAN ESTRICTAMENTE VERBALES. [Las mayúsculas son nuestras]. Al parecer, por el oído solo puede circular la palabra como emisora del sentido; de un sentido que se restringe al terreno lingüístico, o a un uso del lógos que es redundante con lo que por lenguaje verbal suele entenderse.
»No hay, al parecer, ámbito posible de la audición propiamente musical, o de una escucha de esa dimensión de la foné que no sea confundida, en totum revolutum, con su comprensión gramatical, lingüística y verbal. No parece, pues, relevante en la consideración crítica y en la corrección de la fenomenología que Jacques Derrida emprende.
»El logocentrismo que denuncia, de raíz fonocéntrica, es exclusivamente lingüístico. Se omite y olvida, en su reflexión crítica, ese importantísimo dominio de la foné en el que afinca el sonido propiamente musical. Da por sentado que la foné constituye el medio de transmisión del sentido a través de la palabra. Lo cual es, sencillamente, una verdadera amputación de ese dominio en el que los eventos específicos de la música tienen lugar [...] Pero con vistas a compensar un giro lingüístico (secundado por el giro hermenéutico o textual) que privilegia siempre el vínculo de la foné con el habla, se propone aquí un cierto privilegio metódico en la reflexión —fonológica y gramatológica— relativa a la unión de la música con el lógos que le corresponde. Se apunta, así, hacia un dominio en el cual la foné suscite una relación de otra especie.» Trías, Eugenio: La imaginación sonora. páginas 35, 36, 37, 38 y 39.
En lo que sigue, y apoyándonos en un texto capital de Derrida, “La Diseminación”, de 1969, posterior a “La voz y el fenómeno” y a “La escritura y la diferencia”, ambos de 1967, intentaremos demostrar brevemente el carácter sesgado y reductor de la lectura que hace Eugenio Trías del pensamiento de Derrida sobre la Voz o foné.
Mostraremos, remitiéndonos al mismo texto de Derrida, que no es cierto que el filósofo francés desconociera o desatendiera el carácter musical o problemático de la Voz como foné, sino que, por razones de su particular estrategia “deconstructiva” del fonologocentrismo que opera en la tradición occidental y cuya manifestación más acabada descubre en el Husserl de las Investigaciones lógicas, 1901 (Revista de Occidente, Madrid, 1976), Derrida centra su atención en la foné recuperada por dicha visión fenomenológico-metafísica, que la entiende como: “aquella sustancia significante que se ofrece a la conciencia como lo más íntimamente unido al pensamiento del concepto significado.”
Esta definición reductora de la foné no es la de Derrida, sino la que Derrida descubre en las implicaciones de una cierta concepción del signo propia de la visión lingüistica de Ferdinand de Saussure, y, en última instancia, en la concepción fenomenológica “expresivista” del lenguaje (“puesta en el afuera de la intimidad de un adentro”, como dice Derrida con respecto a la “ausdruck” o expresión husserliana de un sentido ideal, espiritual, supuestamente preexpresivo y presemiótico, que subsiste en la pretendida o alegada presencia de un origen inteligible puro) tal como funciona en el pensamiento fenomenológico de Edmund Husserl. He aquí una diferencia significativa.
Dicha diferencia fundamental, con la que se podría dar o no dar legitimidad y precisión a una crítica al pensamiento de Derrida con respecto al problema de la Voz, no parece tomarla muy en cuenta Eugenio Trías en La imaginación sonora. El gran pensador catalán simplemente afirma que en el pensamiento del autor de La voz y el fenómeno no existe una concepción de la Voz que no se encuentre ligada de modo reductor a la palabra, que no sea puramente lingüisticista o verbalista. Lo cual es meridianamente falso.
De antemano advertimos que no nos proponemos objetar el profundo rigor de la hermosa aproximación filosófica al fenómeno musical que Trías nos ofrece en su magnífica obra La imaginación sonora, continuación del libro El canto de las sirenas, sobre el mismo tema de la música.
Más bien señalaremos los límites de una estrategia conceptual de vocación omniabarcante (la de Trías), y dejaremos sobre el tapete filosófico la observación de que no todos los temas deben ser tratados obligatoriamente con la misma intensidad y profundidad por los filósofos. En esa multiplicidad de prioridades temáticas y entonaciones conceptuales estriba quizá la mayor legitimidad y vigencia del filosofar en el complejo mundo actual.
Reflexionando sobre las escrituras practicadas por Stéphane Mallarmé en su texto en prosa Mímica, y por Philippe Sollers en El Parque (1961), Lógica (1967), y principalmente en las subversivas configuraciones semioticas o sígnicas, contranovelísticas, del escritor francés fundador de TelQuel que reciben los nombres de Drama (1965) y Números (1968), Jacques Derrida, en su texto conocido como La dissemination, Editions du Seuil, 1969 (Traducción al español: La diseminación. Editorial Fundamentos, Madrid, 1975), realiza una suerte de crítica anticipada de las acusaciones que cuarenta años después formularía Eugenio Trías en su obra La imaginación sonora, 2010, contra la concepción derridiana de la Voz y la foné.
Al reflexionar sobre aquello que lúcidamente descubre en los textos de Mallarmé y Sollers bajo el estatuto de “expropiación o desapropiación” del sentido a través del acto de escritura, o cuestionamiento de un “sentido propio” en tanto que sentido atribuido al sujeto para fundamentar así una metafísica de la presencia, Derrida escribe en La diseminación:
«La expropiación no se señala únicamente por la cifra del número, cuya operación no fonética, suspendiendo la voz, disloca la proximidad consigo, la viva presencia que se pretende representar mediante el habla […]
»La oda callada, en la Mímica [de Mallarmé] no señala más que el deceso de determinada voz, de una función concreta del habla, la representativa, la voz del lector o la voz de autor que no estaría allí más que para representar al sujeto en su pensamiento interior [foné husserliana fenomenológica], para designar, enunciar, expresar la verdad —o presencia— de un significado, para reflejarla en un espejo fiel, para dejarla transparentarse intocada o para confundirse con ella. Sin pantalla, sin velo o de buen azogue. Pero la muerte de esa voz representativa, de esa voz ya muerta [por el exceso de su proximidad a sí misma: ilusión husserliana de reducir la exterioridad del significante para dejar que ‘hable’ en su presunta pureza el significado trascendental como sentido que se ofrece a sí mismo sin necesidad de proceso semiótico alguno, como pura voz inaudible de la conciencia] no equivale a un silencio absoluto dejando (sic) [que deja] por fin sitio a alguna pureza mítica de la escritura [entendida como escripción], a alguna grafía por fin sola. Da lugar más bien a una voz sin autor, a un trazado fónico, que ningún significado ideal, ningún ‘pensamiento’ recubre sin descanso en su acuñación sensible.
»Un martilleo numeroso somete al efecto de su ritmo a todas las AFLORACIONES REPRESENTATIVAS [Las mayúsculas son nuestras]; y se ordena acomodándose al despliegue regulado, cruel, a la aritmografía teatral de un texto que no es más ‘escrito’ que ‘hablado’ en el sentido de “el alfabeto desde ahora para nosotros sobrepasado” [Mallarmé]. La desaparición de la voz de autor (‘Hablando allí el Texto de sí mismo y sin voz de autor’ como fue confiado a Verlaine) DESENCADENA UN PODER DE INSCRIPCIÓN NO YA VERBAL, SINO FÓNICO. POLIFÓNICO [Las mayúsculas son nuestras]. Los valores de espaciamiento vocal resultan entonces regulados por la orden de esa VOZ SIN AZOGUE [foné musical], NO POR LA AUTORIDAD DE LA PALABRA O DEL SIGNIFICADO CONCEPTUAL… [Las mayúsculas son nuestras] […] Poema de voz muy alta… clamor amplio y controlado, retenido, apremiante, tenso. Con un CANTO que pone a la vocal en escena… Voz sin autor, escritura de gran aliento [con la voz sin azogue], canto a pérdida de voz [de voz representativa, subordinada al sentido]… La pérdida de voz se CANTA en otro lugar en la recurrencia transformada de la misma secuencia…» La diseminación, páginas 495-497.
Resulta notoria en todas estas referencias que hacemos al texto derridiano la invocación a LO MUSICAL más allá de la simple concepción de la voz como vehículo del sentido.
Como hemos señalado, este último enfoque es adoptado por Derrida en su obra La voz y el fenómeno y en ciertas zonas de De la gramatología para dar cuenta de la estrategia trascendentalista propia de la metafísica implícita en la concepción husserliana y fenomenológica de cierta voz o foné subordinada al logos lingüístico.
Como una forma de resaltar todavía más la singularidad de la voz no representativa, “voz sin azogue” o “foné musical y polifónica” ajena a la foné como simple vehículo de significación lingüística, Jacques Derrida, en evidente contradicción con lo que asevera taxativamente Eugenio Trías, afirma:
«La expropiación no procede, pues, únicamente mediante el suspenso cifrado de la voz, mediante el espaciamiento que la puntúa o más bien saca su rasgo en ella, sobre ella; ES TAMBIÉN UNA OPERACIÓN EN LA VOZ». La diseminación, página 498.
Con todo lo anteriormente señalado, creemos haber mostrado que no es cierta la afirmación de Trías de que Derrida no concibe en ningún lugar de su obra una dimensión de la foné ajena a su recuperación por el significado lingüístico, a la subordinación de la Voz al mundo de las significaciones verbales.
Se equivoca Trías cuando dice:
«Jacques Derrida, el crítico gramatológico de la concepción husserliana de la Voz y del Fenómeno, considera la primera [la Voz] SOLO COMO VEHÍCULO DE LA PALABRA. EN NINGÚN MOMENTO SE ENTIENDE ESTA EN TÉRMINOS QUE NO SEAN ESTRICTAMENTE VERBALES.» La imaginación sonora, página 38.
De modo explícito Derrida aniquila anticipadamente esta acusación cuando reconoce que, repetimos:
«La desaparición de la voz de autor [voz representativa que subordina la foné al orden verbal de la apropiación del sentido]… DESENCADENA UN PODER DE INSCRIPCIÓN NO YA VERBAL, SINO FÓNICO. POLIFÓNICO. [Las mayúsculas son nuestras] Los valores de espaciamiento vocal resultan entonces regulados por la orden de esa voz sin azogue [foné musical], NO POR LA AUTORIDAD DE LA PALABRA O DEL SIGNIFICADO CONCEPTUAL…» La diseminación, página 496.
Es evidente que tanto en Jacques Lacan, (con su concepción translingüística del significante, su categoría de “letra” como instancia no reductible a la grafía y ligada a la pulsión invocante y a la “lalangue” entendida como pura significancia y como sinsentido polifónico del inconsciente real que se articula en el sinthome); como en Julia Kristeva (y su concepción de lo semiótico preverbal enfrentado a lo simbólico lingüístico), y, por supuesto, en Jacques Derrida (con sus cuasiconceptos de “voz sin azogue” como foné intensiva, rítmica y entonacional, “voz no representativa”, juego polifónico de la voz, etcétera), hay “espacio conceptual” para pensar la especificidad de la “foné musical” como algo diferente a la voz representativa capturada por el fonologismo logocéntrico/apofántico y el lingüísticismo.
Resulta casi ingenuo pensar que un filósofo debe tener obligatoriamente las mismas entonaciones o prioridades conceptuales que otro. La misma queja de Trías con respecto a Freud, Heidegger, Derrida y Lacan en lo relativo a un supuesto olvido de la música y la “foné musical” por parte de estos cuatro pensadores, podría revertirse contra Trías si argumentamos que en su pensamiento no existe una reflexión tan rigurosa sobre el problema del Ser y sus vínculos con la Técnica, por ejemplo, tal como la realiza Heidegger; o una reflexión tan afinada sobre la escritura, el signo, la literatura y la crítica literaria como aparece en los textos de Derrida; o una meditación tan rica y matizada como la de Freud y Lacan en lo atinente al sujeto, el inconsciente, los sueños, el amor, el erotismo, la letra, el lenguaje, la locura, la pulsión de muerte, el vínculo social y el problema de la puesta en obra de la suplencia como “sinthome” lacaniano, entendido este como la contraefectuación transformativa y creativa del symptôme o síntoma incordiante “convencional”.
Nosotros, por nuestra parte, humilde y sencillamente detectamos en estas divergencias de temáticas e intereses epistémicos, diferentes acentuaciones cognoscitivas en la práctica de la reflexión filosófica, las cuales dependen, más que de reales (in)capacidades para pensar determinados temas filosóficos, de afinidades electivas entre los diversos pensadores y ciertas problemáticas.
Indudablemente, en la música, como manifestación artística, Trías ha encontrado un territorio fértil para una reflexión filosófica original, solo efectuada de un modo tan relevante y sistemático por un filósofo contemporáneo preeminente: Theodor Adorno.
Pero de ahí a afirmar que ningún pensador contemporáneo pudo pensar la especificidad de la “foné musical” sin subordinarla a lo verbal logocéntrico, media un abismo de ingenuidad, o peor aún, de presunción gnoseológica, que precisamente viene a salvar la referencia a textos concretos de Derrida, Kristeva, Deleuze, Adorno, Barthes y Lacan.
El pensamiento de estos autores es, como el de Trías, algo vivo, dinámico, dialéctico, y no podemos juzgar un determinado momento o aspecto de su trayecto reflexivo si desconocemos la complejidad heterogénea de su obra.
Esa “ingenuidad” resulta grave en un gran pensador, como sin dudas lo es el autor de La imaginación sonora, La razón fronteriza y Lógica del límite, en tanto que este aparente candor epistemológico puede prestarse a interpretaciones múltiples y distorsionantes: acusaciones de mala fe hermenéutica en los juicios de Trías sobre Derrida a propósito de la Voz o foné musical; sospechas de resentimiento contra algunos de los filósofos del llamado giro lingüístico, o contra pensadores ligados indirectamente a dicho giro, al ellos no haber valorado suficientemente la figura del gran filósofo español como interlocutor válido en la conversación filosófica postmoderna más reciente...
Prácticamente no recordamos a Lacan ni a Derrida ni a Rorty ni a Kristeva ni a Badiou ni a Cacciari ni a Vattimo ni a Gadamer ni a Agamben ni a Habermas citando a Eugenio Trías…
A pesar de su premio internacional Friedrich Nietzsche, de sus referentes alemanes, franceses, italianos, norteamericanos… en fin, de los “referentes universales” de su obra, ¿la filosofía de Eugenio Trías será concebida por cierto etnocentrismo como un pensamiento válido tan solo para el encuadre cognoscitivo del mundo hispanoamericano?
Suspendemos con esta interrogante la primera parte de nuestra aproximación a La imaginación sonora de Eugenio Trías.
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Febrero del 2012
BIBLIOGRAFÍA
Trías, Eugenio:
—La imaginación sonora. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2010.
—La lógica del límite. Barcelona. Ediciones Destino. 1991.
—La razón fronteriza. Barcelona. Ediciones Destino. 1999.
Derrida, Jacques:
—La voz y el fenómeno. Valencia. Pre-Textos. 1985.
—La escritura y la diferencia. Barcelona. Anthropos. 1989.
—De la gramatología. Buenos Aires. Siglo XXI. 1971.
—La diseminación. Madrid. Editorial Fundamentos. 1975.
Lacan, Jacques:
—Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.
(Seminario 11) España. Barral Editores. 1974.
—El sinthome. (Seminario 23). Buenos Aires. 2006.
Foucault, Michel:
—Las palabras y las cosas. Ed, Siglo XXI, México, 1978.
—Esto no es una pipa. (Ensayo sobre Magritte). Ed. Anagrama, Barcelona, 1981.
Husserl, Edmund:
—Investigaciones lógicas. Madrid. Revista de Occidente. 1976.
Kristeva, Julia:
—El sujeto en proceso. En Artaud. Valencia. Pre-Textos, 1977.
Barthes, Roland:
—Elementos de semiología. Madrid.
Alberto Corazón Editor. Comunicación Serie B. 1971
—El grano de la voz. España. Siglo XXI. 2005
—El placer del texto. Buenos Aires. Siglo XXI. 1974
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix:
—Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia.
Valencia. Pre-Textos. 1994.
Deleuze, Gilles:
—Lógica del sentido. Barcelona. Barral. 1970.
Deleuze, Gilles:
—Francis Bacon. Lógica de la sensación,
Madrid, Arena Libros, 2002
Ross, Alex:
—El ruido eterno. (Escuchar al siglo xx a través de su música) Ed. Seix Barral, 2009.
Jacques Rancière:
—“¿Existe una estética deleuziana?” En Los límites de la estética de la representación. Bogotá, Editorial Universidad del Rosario. 2006. Adolfo Chaparro, editor académico.
© Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor.
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20 de febrero de 2012
¿DE CUÁL VOZ? (Coda a “Trías, Derrida y foné musical 1”)
Por ARMANDO ALMÁNZAR-BOTELLO
Curiosamente, es bajo la invocación a la figura de un dramaturgo y poeta, Antonin Artaud, que dos filósofos contemporáneos de la envergadura de Jacques Derrida y Gilles Deleuze realizan una suerte de crítica problematizante de la particular concepción metafísica de la “foné”, o voz que opera en el pensamiento lingüístico de Ferdinand de Saussure y en la concepción fenomenológica de Edmund Husserl.
Decimos “curiosamente”, porque Artaud, como ya ha sido apuntado en reiteradas ocasiones por muchos intelectuales y críticos, no es un pensador-artista reconocido como “filósofo” en los ámbitos académicos oficiales y rigurosos de la filosofía como disciplina.
Hasta un simple y erudito hombre de letras que reflexiona sobre la genialidad de otros como lo es el profesor norteamericano Harold Bloom, autor de El canon occidental, habla en algún lugar de su obra de “Artaud, El Loco”. Esperaríamos que lo hiciera en la misma forma en que Platón llamó “El Perro” al filósofo Diógenes de Sínope…
Pues bien, en varias de sus obras, tanto Derrida como Deleuze aluden, para legitimar una concepción “no representativa” de la palabra y del sonido vocal entendido como “voz a-significante”, como “scat semiótico-musical originario”, a la particular concepción artaudiana de la voz y la “palabra”.
Dicha concepción artaudiana de la “palabra” intenta liberar a esta de su papel meramente representativo, idealizante y lingüístico-verbalista, para resaltar en ella los aspectos entonacionales, melódicos, rítmicos, pre-verbales, intensivos, “gestuales”, pulsionales, corporales, puramente glosopoiéticos, como los denomina Derrida en uno de los ensayos de La escritura y la diferencia dedicado precisamente a Antonin Artaud y su teatro de la crueldad.
Lo que ahora nos atrevemos a denominar una concepción derridiana glosopoiética de la foné, rastreable en todo el pensamiento de Derrida y muy tempranamente inspirada por Artaud y Mallarmé, entiende a esa voz/foné como una dimensión radicalmente distinta a la simple idealidad del sonido pensado y del pensamiento sonido, del mero “ser-oído del sonido”, es decir, como algo diferente a la simple idea saussuriana de una “imagen acústica” que no “cae al mundo” en tanto que remite más bien a la pura idealidad de un sonido más en efecto “pensado” que “físicamente escuchado”.
La dimensión glosopoiética de la Voz, tal como aparece de modo explícito en Jacques Derrida inspirado en Antonin Artaud, recupera el peligro de la carne, la “crueldad corporal” de la foné, su carácter de sonoridad física absoluta no meramente inspirada o soplada desde lo alto; sonoridad vocal polifónica y polimórfica, entonacional, a-significante, intensiva, cantada, posterior al simple grito (aunque lo delimite contra-efectuándolo) y anterior a lo verbal.
El mismo Derrida lo dice con todas las letras en el mencionado ensayo sobre Artaud que aparece en su obra “La escritura y la diferencia”:
«La glosopoiesis [como dimensión amplificada de lo sonoro en la voz] no es ni un lenguaje imitativo ni una creación de nombres, nos acompaña al borde del momento en que la palabra no ha nacido todavía, cuando la articulación ya no es el grito, pero tampoco es todavía el discurso.» Jacques Derrida: “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación. Dos ensayos” [de Derrida], Editorial Anagrama, Barcelona, 1972. Página 52 (Cuadernos Anagrama, Serie Filosofía, dirigida por Eugenio Trías).
Hemos citado en el párrafo anterior un fragmento de la traducción del ensayo de Derrida tal como aparece publicado en 1972 en español (el ensayo original en francés fue publicado en Editions du Seuil, 1967), es decir, casi con una anterioridad de dos décadas a la publicación en nuestra lengua del libro-compilación de Jacques Derrida al que pertenece la mencionada reflexión ensayística. Ese libro es “La escritura y la diferencia”, traducido al español por Patricio Peñalver y publicado en 1989.
Seleccionamos aquí la publicación de 1972 por el simple hecho de que Eugenio Trías, además de haber sido en ese entonces el director de los Cuadernos Anagrama de Filosofía, tradujo el otro ensayo de Derrida incluido en el cuaderno en cuestión: “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, y escribe, además, la nota introductoria. La traducción del texto sobre Artaud corrió bajo la responsabilidad de Alberto González Troyano. Valga la digresión...
Es evidente que desde los primeros momentos de su reflexión filosófica Derrida reconoce esa dualidad problemática de la voz, de la foné como sonoridad vocal (in)humana, pensada, por un lado, como abierta a los “sonidos propiamente musicales: entonaciones, melodías, cánticos” (como reclama Trías en su obra “La imaginación sonora”), es decir, a la dimensión “puramente” intensiva, preverbal y a-significante de la “vocalización sonora” —“voz sin azogue”, la denomina Derrida en su temprana obra “La diseminación”—, y por el otro, concebida como una instancia que apunta a la “palabra representativa”, a lo verbal, a lo lingüístico, y que cierta metafísica de la presencia tiende a negar en su materialidad específica e irreductible para simplemente concebirla como un mero soporte instrumental, secundario, finalmente prescindible, del proceso de transmisión del sentido.
Esta última a la que nos referimos, es la concepción idealista de la foné que Derrida somete a un cuestionamiento deconstructivo (crítica del fono-logocentrismo occidental).
Es la misma idea de la foné que opera, como hemos señalado anteriormente, en la definición saussureana del sonido como puro aparecer fenomenal del “ser-oído del sonido” y no del “sonido real en el mundo”. Y es también la idea de lo sonoro vocal que opera en la concepción husserliana de la voz entendida como algo ligado a lo sensible y a la sensibilidad, a lo físico, pero considerado por la reducción eidético-fenomenológica como desecho y “vestigio hylético” prescindible, tal como se ofrece a la consciencia que aspira a ser “depurada de supuestas escorias mundanas”:
«La “imagen acústica” es lo oído: no el sonido oído sino el ser-oído del sonido. El ser-oído es estructuralmente fenomenal y pertenece a un orden radicalmente heterogéneo al del sonido real en el mundo.» Jacques Derrida: “De la gramatología”(. Siglo XXI, 1971, página 82.
La única “insuficiencia” de Jacques Derrida en lo relativo a su particular conceptualización de la foné y lo “vocal heterogéneo” estriba, en que el pensador galo no dirigió una gran parte del caudal de su energía filosofante a los territorios de la música, como sin dudas lo ha hecho y lo está haciendo Eugenio Trías en este aspecto de su variada y luminosa meditación, sino que lo orientó, fundamentalmente, a una reflexión sobre la “escritura”, concebida en términos muy específicos, y a un diálogo con la literatura, las ciencias humanas y la pintura.
Operado este deslinde estratégico, pienso que podríamos cerrar/abrir y continuar/complicar esta meditación sobre la foné musical citando las hermosas palabras, de inspiración levinasiana, de la autoría de Judith Butler:
«El rostro [que no es la cara] parece ser una especie de sonido, el sonido de un lenguaje vaciado de sentido, el sustrato de vocalización sonora que precede y limita la transmisión de cualquier rasgo semántico». Judith Butler: “Vida Precaria. (El poder del duelo y la violencia)”. Paidós, 2006, Buenos Aires, página 169
Es posible quizá vislumbrar un “rostro musical” de la foné, concibiéndolo como zona de emergencia, como “espacio sonoro” matricial de indeterminación o incertidumbre entre lo humano y lo inhumano, entre cara y no-cara, entre vida y muerte, entre subjetivación y desubjetivación…
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Febrero de 2012
ADENDA 2013
«...¿Podríamos hablar de una suerte de “punctum” barthesiano en la voz, susceptible de generalizarse para toda música entendiéndolo como grano de la voz y del genocanto?
¿Qué relación guarda este grano de “significancia” genomusical con el objeto metonímico “a” lacaniano, en tanto que dicha instancia opera como semblante puntiforme del ser y condensador de goce, como vínculo disyuntivo del sujeto con el cuerpo pulsional?
¿Guarda el grano musical de la voz una relación firme con la “imagen acústica” de Saussure, entendida esta como “ser-oído del sonido”, como pura foné reducida al sonido pensado o alucinado, diferente fenomenológicamente al sonido físico escuchado en el mundo?
Más allá de la borradura del rasgo o trazo unario, ¿se origina en cierta música (serial, aleatoria, electrónica) una instancia de la “letra” translingüística que remite al genocanto, a la pura significancia como voz sin azogue?
Estas problemáticas arriba mencionadas corresponden a las meditaciones postestructuralistas desarrolladas por Roland Barthes bajo influencia del Lacan de la “letra”, “lalangue” y la “pulsión invocante”; de la Kristeva del fenotexto, el genotexto y lo semiótico de la “chora”; del Derrida de la “voz sin azogue” y el Deleuze de la música a-significante.
Otro mentís al juicio categórico emitido por Eugenio Trías en su obra “La imaginación sonora”, cuando afirma que los llamados “pensadores del giro lingüístico” (entre los que incluye a Heidegger, Derrida, Lacan, Deleuze y al mismo Barthes, entre otros) no dejan lugar en sus respectivas meditaciones para un “logos” propio de la foné musical propiamente dicha...» (Fragmento) Armando Almánzar-Botello: “De cuál voz 2”, 2013
Armando Almánzar Botello
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PARTITURAS:
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Otro blog donde figura este artículo:
Blog Cazador de Agua: http://cazadordeagua.blogspot.com/2012/02/de-cual-voz.html
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Cazador de Agua: http://cazadordeagua.blogspot.com/ y también: http://tambordegriot.blogspot.com/
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Voz de Antonin Artaud.
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