jueves, 12 de febrero de 2015

EL SEÑOR SPENCER Y EL SEÑOR DEL CABRAL (El Palacio de la Esquizofrenia)

¡LO QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ!

«Celebraban entre ellos tu renuencia persistente a la escritura. Algunos, robándose la fuerza de tu pensar profundo, pretendían repetir por vía escrita, especular, distorsionada, la verdad incandescente que brotaba generosa de tus labios. Todo era un turbio juego envilecido en el sofisma. Hasta que una noche inmortal inventaste a tu Platón» Armando Almánzar-Botello.

«[...] Llueve angustia en este cielo. / Hacia el fondo y lentamente llueve pena en los espejos, / huesos blancos y palabras. / Odelisa como el viento por las calles de Manhattan. / Limpio y hondo su recuerdo. / Unicornio desatado de las manos se me escapa. / Virgen negra que me huye incandescente por los labios luz de incendio hacia las venas. / Agua pura de mi alma. / Mía sangre anochecida, / la que ondula en su recóndita distancia reservada. // Odelisa sonriente por las calles de Manhattan: / paloma del invierno, / grito alto en la mañana. / Su recuerdo resplandece la pureza de una espada, / luz de ángel por la herida. / Sus pasos de mujer dejan huellas en la luna, / en la gélida tormenta de New York y en mi memoria. // Odelisa veloz o detenida. / En el vértigo del tren el misterio suspendido. / Su cuerpo es la promesa irrepetible de su cuerpo. / Su sexo es el fulgor de un astro indescifrable... // La luz ya se derrumba [...]» Armando Almánzar-Botello. Fragmento del Poema «Odelisa». Agosto de 1986. Santo Domingo, República Dominicana.

Palacio de la Esquizofrenia. 
(Hotel-Restaurant-Cafetería Conde de Peñalba).


Por ARMANDO ALMÁNZAR-BOTELLO

     A Camelia Michel Díaz

En cierta singular y memorable ocasión, aproximadamente a las seis de la tarde de un mágico viernes perdido en mitad de los años ochenta, departía yo en El Palacio de la Esquizofrenia —reconocido comercio situado frente al Parque Colón, adyacente a la Catedral de Santo Domingo—, con mis admirados y queridos amigos los fallecidos poetas Manuel del Cabral y Antonio Fernández Spencer. 

Un pequeño coro citadino de tunantes bulliciosos —distribuido en varias mesas aledañas a la que ocupábamos mis dos poetas y yo— recibía frívolamente el resplandor de nuestra conversación, incidentándola con torpes preguntas a los Maestros y con ávidas peticiones de “mediopollos” (tazas de café con leche), sandwiches (“derretidos de queso”) y cervezas Presidente bien frías.

La referida denominación surrealista “Palacio de la Esquizofrenia”, empleada para aludir al establecimiento en el que hoy todavía se expenden bebidas alcohólicas, comidas y café, y cuyos tres pisos superiores se convirtieron, desde hace casi una década, en un notable hotel turístico de la Zona Colonial de Santo Domingo, es ahora utilizada corrientemente por escritores, artistas e intelectuales, tanto nacionales como internacionales. 

Años atrás, el pintoresco nombre había sido contundentemente usado en algunos artículos periodísticos por el fallecido polígrafo y estilista, admirado poeta y muy querido intelectual dominicano Enriquillo Sánchez Mulet, quien prácticamente se lo apropió con la legítima inocencia del genuino creador que no busca sino que encuentra...

El viejo bar todavía se llama, en realidad, Hotel-Restaurant Conde de Peñalva, por encontrarse ubicado en esta venerable, antigua, recoleta y “postmoderna” calle de la ciudad antigua o colonial, la calle El Conde (esquina Isabel La Católica), casi convertida hoy, por efecto de la sórdida barbarie urbanística —mera punta de un iceberg innombrable—, en desaliñado parque temático y en “territorialidad perversa del artificio”... 

En honor a la verdad, debo decir que yo y solo yo rebauticé de ese modo a la Cafetería El Conde, “Palacio de la Esquizofrenia”, allá por el lejano año de 1980. La llamé así por los extraños, kafkianos, beckettianos, oníricos, circenses y muy pintorescos personajes que la visitaban, incluyéndome a mí mismo, aunque perdí luego la autoría del nombre al no registrarlo en ningún escrito dado a la luz pública oportunamente... 

Esta curiosa calamidad les ocurría en esos años —hasta con los poemas, prosas y reflexiones más hondas—, a ciertos virtuales autores lentos en el acto de publicar formalmente su escritura, quienes después de haber leído, ensayado y dramatizado en algunos reducidos corrillos sus más caras creaciones e ideas, las veían retornar públicamente de la mano de cerebros memorizadores, prodigiosos y sin escrúpulos judeo-cristianos, que se las habían apropiado ya para siempre en irrevocable matrimonio Gutenberg de tinta oportunista...

Digo que esto es asunto del pasado, el plagio, por el hecho simple de que ya en nuestra civilizada era “postmoderna”, con instituciones muy activas que defienden los Derechos del Autor, no ocurre nada semejante a las bárbaras apropiaciones y expropiaciones de la letra —y del espíritu— que caracterizaron a la actividad literaria del pasado milenio dominicano... ¡Jo!

Ahora todo es cultura global, colectiva, planetaria, cibernética, patrimonio de la humanidad gracias a la maravilla de la Internet... Hoy se ve limpiamente regulada la megaestructura social terráquea por las leyes providenciales del mercado... Las ideas de plagio y originalidad se han modificado profundamente en las universidades de Estados Unidos... Claro, como efecto del impacto de las redes sociales sobre la sensibilidad colectiva, y de una vieja y sostenida influencia europea de vocación universalista... ¡Jo! 

Todo está hoy muy organizado en esta maravillosa reedición de la Sociedad del espectáculo, así denominada hace años por el pensador francés Guy Debord. 

Muchos escritores de nuestro país, antiguos militantes de la creencia en la ética del Autor, hasta perciben actualmente honorarios por “regalar” al mundo sus brillantes ideas... En fin: ¡Viento en popa! 

Recuerdo, como si fuese ahora, que la mañana en que se me ocurrió el nombre “Palacio de la Esquizofrenia” tenía yo sobre mi mesa, en la mencionada cafetería, un profundo libro de Aaron Esterson, Dialéctica de la locura —todavía la antipsiquiatría daba sus últimos aletazos, parcialmente renovada con el oxígeno del pensamiento de Jacques Lacan y su Escuela—, y me encontraba en compañía del poeta y filósofo Antonio Fernández Spencer, uno de los protagonistas de la brevísima historia que relataré un poquito más adelante, si tu benevolencia lo permite, amable lector...

El poeta celebró y asumió de inmediato mi hallazgo verbal: «¡Palacio de la Esquizofrenia! ¡Palacio de la Esquizofrenia!», repetía una y otra vez Spencer, con su voz más vibrante y mayestática, como quien medía la magnitud de un gran descubrimiento. 

Así las cosas, estuvimos entonces bromeando largo rato mientras efectuábamos un supuesto proceso psiquiátrico-psicoanalítico de diagnóstico diferencial para cada uno de los inocentes parroquianos allí presentes, convertidos por nuestro negro humor, sin ellos sospecharlo, en interesantes y peligrosos pacientes psiquiátricos. 

De improviso, Spencer me dijo con cierto aire de perspicacia latina en la mirada y en los gestos: «En sus Meditaciones, Descartes creía que “sed amentes sunt isti” [algo así como: “los locos son ellos”], mas ahora yo pienso que los locos somos nosotros... ¡y Descartes!...».

Acto seguido, el poeta y yo reímos como verdaderos delirantes y alucinados hasta llamar la atención extrañada de muchos parroquianos, entre ellos la del  doctor Francisco Henríquez Vásquez (Don Chito para sus amigos más íntimos), reconocido historiador y profesor universitario, pariente cercano del erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña y digno luchador antitrujillista, que anidaba regular y democráticamente en la mesa de un rincón del establecimiento, para almorzar casi siempre puré de papas con pollo asado, y luego tomar su cafecito cuerdo y discreto, entre la fauna heterogénea de la cafetería alucinante. Recuerdo que Don Chito, a quien también profesé siempre un gran afecto, dirigiéndose con ironía a Fernández Spencer al escuchar nuestras desaforadas carcajadas, le dijo: «¡Spencer, ah la juventud, irreverente!». El poeta Spencer batió palmas y respondió como el anciano y obeso Falstaff de Shakespeare: «¡Nos odian a nosotros los jóvenes!».

En verdad, formábamos una extraña y esperpéntica pareja: Yo, un joven y flaco Apolo mulato, de apariencia presumida, estirada y manierista, y el maestro Spencer, un anciano jorobado, con blanca melena orlada de calvicie, gesticulante y paradójicamente vivaz como un macho cabrío, como un toro dionisíaco de la antigua Grecia o como el gnomo sabio salido del pensamiento cabalístico... Pero, ¡basta ya de digresiones!

Aunque no estoy armando un cuento con todas las de la ley porque me da mucha risa, debo reconocer que esa es otra historia, la del real inventor del Palacio de la Esquizofrenia, original relato que luego, en su justo momento, tendré la oportunidad de narrar para esclarecer un poco, quizá, el enigma del verdadero autor de la Ilíada y la Odisea...

Como ya he dicho al principio de mi escrito (¡escúchame de nuevo, lector, esto no es un cuento!), aquel viernes nos acompañaba en la mencionada tertulia vespertina —la cual funcionaba casi siempre como encuentro de tanteo para saltos etílico-metafísicos de mayor envergadura—, la usual comparsa de sicofantes de las letras, cagatintas y “lambetragos” a tiempo completo, que habitualmente se encuentran destinados a ser ominoso telón de fondo en las más interesantes y prometedoras historias. Como es natural, ellos llevaban la voz cantante hablando tonterías y estimulando la secreta discordia, la mutua admiración inconfesable o «enamorodiamiento» que siempre existió entre nuestros dos grandes poetas: Don Manuel del Cabral y Antonio Fernández Spencer.

Don Cunito, como le llamaban con afecto sus más próximos a Don Manuel, cuando hablábamos en privado, lejos de los «hombres de tragos sin real interés por la literatura» y que muchas veces nos rodeaban y acosaban hasta la náusea, llamaba al poeta Spencer «Tu amigo el Profesor», y afirmaba que el autor de Diario del mundo y de El retorno de Ulises —premiado por Vicente Aleixandre y amigo personal del helenista español Antonio Tovar—, no superaba la mera corrección poética, porque, según el poeta Manuel del Cabral, Spencer no tenía verdadero duende: «¡Se lo mató el logos griego!», decía el autor de Compadre Mon y de Trópico picapedrero, entre grandes carcajadas. 

Spencer, por su parte, en muchas ocasiones en que conversábamos animadamente sobre temas de poética, arte y filosofía, se interrumpía de repente, suspendido el vaso de cerveza en su diestra, y me decía muy exaltado: «¡Poeta grande es Franklin Mieses Burgos, ¡coño!, que borda en su canto el sentir más íntimo, pero también lo que aprendió en los griegos, en Hölderlin, en Rilke, en Trakl y en Nietzsche!». Y acto seguido añadía: «¿Qué puede enseñarme a mí poéticamente Cunito Cabral, un simple versificador intuitivo, meritorio, sí, por su genio natural, espontáneo, pero que no sabe discurrir filosóficamente sin caer en puerilidades?». Yo me limitaba a guardar silencio. Nunca critiqué al ausente cuando me encontraba en compañía de su “amoroso” adversario...

En la ocasión a que me refería al principio de este breve relato anecdótico, estábamos reunidos, mansos y cimarrones. 

Don Manuel, con la angélica arrogancia infantil que lo caracterizaba en ocasiones, decía que, después de Pedro Henríquez Ureña y de Juan Bosch, la figura literaria dominicana más conocida fuera del país era justamente él: Manuel del Cabral. Todos los presentes, menos yo, se rieron a mandíbula envidiosa, batiente y resentida. 

Fernández Spencer escuchaba, agazapado peligrosamente, con su rostro más afilado, jovial y guerrero que nunca. Ardía por dentro en fría y lúdica furia abstracta...

Cuando todos los concurrentes pensaban que la envidiada y temible figura del poeta, filósofo y diplomático —en España Premio Adonáis y Premio Leopoldo Panero—, había sido vapuleada de modo irreversible por las gráciles y puras declaraciones de Don Manuel, Fernández Spencer desató de improviso un fuerte golpe sobre el tablón de madera, con los nudillos de su puño derecho, y dijo: «¡Yo me conformo con ser el mejor poeta de esta mesa!».

Al escuchar la rotunda declaración de Spencer, que fue seguida de estruendosas carcajadas, el poeta Manuel del Cabral, como Alguien ausente que ha escuchado Nada, pidió apresurado su cuenta a nuestro querido y reservado Mayordomo Abreu, y se marchó con cautela sin despedirse de nadie, con sus pequeños y vivaces pasos de inquisitiva avecilla metafísica que explora, provisoriamente, antes de emprender su vuelo vertical hacia lo alto, los banales misterios de la tierra... 

Mientras yo veía alejarse a Don Manuel del Cabral y sentía el pensamiento de Fernández Spencer bullente de espadas y de pájaros nerviosos a mi lado, pensé en un cuento del Malostranské povídky (Cuentos de Malá Strana) del gran escritor checo Jan Neruda.

(Curiosa, inquietante extrañeza kafkiana: Ana Ozema Valdez, mi abuela materna, me realfabetizó en las páginas del Malá Strana...).

El narrador checo cuyo apellido dio el seudónimo a nuestro Pablo de Chile y del mundo tituló su cuento, por mí ahora evocado, como “El señor Rysánek y el señor Schlegel”. En él, Jan Neruda narra, según ahora “malrecuerdo” —¿“misreading” de Harold Bloom?—, la historia de dos hombres que, juzgados en su apariencia, se odiaban minuciosa y profundamente. Estos personajes se reunían casi todos los días en una concurrida fonda de la Praga del siglo XIX, en el popular barrio conocido como Malá Strana, y ocupaban mesas próximas desde las cuales se dirigían, de un modo reiterado, indirecto, implícitos ataques personales...

Sin embargo, al morir uno de ellos, poco tiempo después muere también el otro, derrotado evidentemente por la ausencia de su adversario favorito... 

Jacques Lacan, el gran psicoanalista francés realmente postestructuralista, persiguiendo las huellas laberínticas del amor transferencial, denomina hainamoration (enamorodiación, enamorodiamiento) a esa intrincación enigmática del amor y el odio.

¿Verdad última o agujero terrible de todo Gran Amor?...

Por cierto, Antonio Fernández Spencer, como gran provocador intelectual que era, simulaba no conceder demasiado valor conceptual o literario a los llamados postestructuralistas franceses, tan aclamados por ciertos grupos de decisión desde los años setenta. Decía, a modo de butade, que lo esencial de Jacques Derrida se encontraba en las respectivas obras de  Martin Heidegger y de José Ortega y Gasset. Defendía con firmeza irónica y gran humor negro la tesis de que la palabra “droga”, utilizada en lugar de “medicina” para trasladar del griego la palabra “phármakon”, era un truco de ciertos autores —entre ellos el mismo Derrida con su “farmacia” judía—, para robar claridad y contundencia al Fedro de Platón...

Sobre Jacques Lacan, en particular, Spencer tenía una opinión curiosamente coincidente con la de Noam Chomsky: «Lacan no se entiende ni a sí mismo». Decía que su estilo, en ocasiones deliberadamente asintáctico y lleno de rodeos, era farragoso, innecesariamente neobarroco. No tomaba en cuenta don Antonio, para temperar su juicio tan rotundo, la naturaleza esencialmente oral de la estrategia discursiva del psicoanalista y pensador francés, orientada a fundir, retóricamente, el discurso lógico-identitario con la lógica paradójica del inconsciente...

Armando Almánzar-Botello

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18 de Junio de 2010

Santo Domingo, República Dominicana. 

Copyright © Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor. Santo Domingo, República Dominicana.


Otro blog en el que figura este mismo texto:

Blog Cazador de Aguahttp://tambordegriot.blogspot.com/2010/06/el-senor-spencer-y-el-senor-del-cabral_18.html

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Cazador de Agua                  

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