A Martin Heidegger, a Jean-Paul Sartre, in memoriam
------------
¿La muerte nos hace realmente iguales? Mi respuesta sería un “sí” y un “no” simultáneos. Si la entendemos como “estado de muerte” indiferenciado, en el que desaparecen el individuo y la persona, podríamos decir que sí, que ella nos hace relativamente iguales, considerado el difunto como simple cuerpo en disolución situado fuera de un particular contexto de significación, territorio de valoración o campo histórico-simbólico. Pero si entendemos que más allá de la persona y del individuo insisten singularidades nómadas postindividuales e impersonales que participan de una vivacidad que remite al plano trascendental de inmanencia (Deleuze), a la superficie incorporal en la que se generan los acontecimientos/sentidos, podríamos pensar que no, que la muerte no nos hace iguales. Ella estaría “cogida”, inscrita inevitablemente, en la espectralidad derridiana de “la vida la muerte”, en la que no “hay” homogeneidad de un “sinfondo” abismal de las mezclas de “estados de cosas” sino diferenciación, reenvío y redescripción de nuestra relación con la figura del muerto, un trabajo de duelo y reposicionamiento permanentes.
Si bien es cierto, como decía el poeta Thomas Stearns Eliot, que: “humility is endless” —la humildad es interminable—, no es cierto, jamás, que la muerte nos haga del todo iguales.
Como establece el pensador francés Gilles Deleuze en su breve artículo “La inmanencia: una vida...” (1995), con la llegada de la muerte: «la vida de cierta individualidad se borra en beneficio de la vida singular inmanente de un hombre que ya no tiene nombre, aunque NO SE LO CONFUNDA CON NINGÚN OTRO. [Las mayúsculas son nuestras] Esencia singular, una vida...» Gilles Deleuze
Pensar que tras la muerte la heterogeneidad de los sujetos queda reducida a una simple comunidad homogénea de difuntos, es puro nihilismo y resentimiento de los mediocres contra la magnificencia coral de la vida. Insípido rencor pseudocristiano contra las inevitables jerarquías inmanentes del espíritu.
Cada cual llega a la tumba por el camino y la línea de fuga que trazan los valores que afirmó en su vida. Es la vida quien puede juzgar a la muerte. El acto creador se produce contra la muerte.
Lo terrible del Poder como violencia mítica es que pretende imponer a los sujetos una muerte serializada, homogénea, tal como aconteció en los campos de concentración del nazismo y prosigue sucediendo en los tiempos de la postmodernidad por efecto de las nuevas modalidades genocidas del biopoder capitalista y su mercado.
Si bien la muerte es aquello que “lo desbarata todo” para un macroego infatuado que se cree a sí mismo inmortal, la verdad de su poder destructivo la sorprendemos desde el fragor exuberante de la vida.
Pensamos, como Gilles Deleuze, que tras la muerte de la persona solo subsisten, insisten, singularidades nómadas, pre y post-individuales, impersonales.
Como dijo un gran poeta, la muerte abstracta es muda, sorda y tonta: nunca ha dicho nada memorable. Ella es la zona cero de la vida en su pluralidad palpitante. Sinsentido y silencio que habitan por detrás de lo que cierto filósofo denomina los límites de mi mundo…
Realizando una breve digresión podemos decir: solo la vigilia ofrece un genuino testimonio del sueño. Y si el sueño es considerado por algunos poetas como una suerte de vigilia más alta, ese hermoso pensamiento lo han podido formular mientras ellos se encontraban muy despiertos.
No pretendemos negar el valor generativo de los sueños: se puede soñar escribiendo, y los materiales oníricos nos pueden servir para el acto de creación en la vigilia.
Lo que deseamos “puntualizar” es que no existe una separación neta, maniquea, antinómica, entre palabra y silencio, entre vigilia y sueño, entre vida y muerte… Por ello, Derrida “cuasiconceptualiza” esa estructura compleja de la “no-presencia” que denomina: “la vida la muerte”...
No “cesamos de morir mientras vivimos”, decía Maurice Blanchot. Sin embargo, cuando morimos efectivamente, solo otros (aquellos que nos sobreviven) tomarán el relevo de nuestra vida-pensamiento.
El amigo que sobrevive a mi muerte constituye una de las garantías de que “yo” pueda ser recordado.
Mi propio accionar mundano y la materialidad concreta de mis obras como legado virtual a la posteridad, vienen a someterse —antes y después de mi muerte, como requisito imprescindible para su posible incorporación al archivo—, a la ley de la espectralidad, del heredar/distorsionar/interpretar, a un problemático principio de actualización, criba, selección y recepción de que son objeto, por parte de los otros, de los demás, todos los productos, despojos, desechos y huellas de mi vivir.
La memoria del sobreviviente garantiza una cierta permanencia o “un cierto retorno del muerto en la diferencia”.
No hablamos ahora del mecanismo psíquico de la “introyeccion” como recurso que conduce al duelo consumado o logrado. Este tipo de duelo, en tanto que asimilación por el “sujeto en proceso” de la imagen descatectizada del muerto, implica que la persona fallecida se anule en su condición de “otro” radical para ser asimilado al “Mí” mismo del sujeto activo del luto. (Este es el duelo “normal” desde el punto de vista clásico: Freud: “Duelo y melancolía”).
Hacemos referencia aquí, por el contrario, a la “incorporación” de la alteridad radical del muerto (Maria Torok y Nicolas Abraham siguiendo a Freud en otra vertiente de su pensamiento) en aquello que Derrida concibe como la “cripta”: invaginación de la subjetividad del sobreviviente con el fin de acoger el cuerpo simbólico extraño del amigo muerto, en tanto que “otro irreductible”... ¿Nueva y productiva modalidad de la melancolía?
Por todo lo dicho aquí hay que tratar de vivir de un modo impersonal, no frío ni dogmático ni aferrado a nuestro “Ego”, sino como si fuésemos puros corpúsculos de luz provisoriamente condensados en un “sí-mismo” susceptible de disolverse, gozosamente, en el monstruoso devenir sin fundamento...
No obstante, la muerte abstracta, reiteramos, no nos hace ontológicamente iguales. ¡Jamás! No de un modo idéntico nos devoran a todos los gusanos… ¡Esto lo afirmo desde la vida misma como posibilidad de todo punto de vista de apreciación y de valoración!
¡No es lo mismo Adolf Hitler muerto, que Hannah Arendt, Primo Levi o Paul Celan en sus respectivas tumbas!
No es la misma muerte la que suspende el Dasein de un Albert Einstein, de un Mahatma Gandhi o de un Juan Bosch, que aquel fallecimiento inauténtico padecido por el plutócrata egoísta, el militar genocida y el político neoliberal amurallado en su existir indiferente. Estos tres últimos encarnan modalidades inauténticas de existencia, pues en su afán pretenden no anticipar su propia muerte mediante el inicuo ejercicio del poder.
¡Oh Martin Heidegger, tan mal comprendido!
La existencia humana como Dasein (ser-ahí, existencia como esencial poder-ser —Sein-können—) no es equivalente al estar-ahí —Vorhandenheit.
Lo que viene a caracterizar al Dasein, al ser-en-el-mundo, es la condición ontológica de ser “arrojado” —Geworfenheit—, es decir, su llamada configuración o estructura proyectiva.
El Dasein, como ser-arrojado, no existe auténticamente al modo del ente —das Seinde— ente que “está-ahí” como “lo dado”, sino que dicho Dasein se relaciona en lo abierto con el ser —das Sein—, como “ek-sistencia” que se abre a su disposición-a-ser en el futuro, en un futuro implícito en el presente mismo de su “no-todavía”...
Sin ser una mera cosa material, solo el cadáver humano (abolición del Dasein) se reduce para Heidegger, al puro estar-ahí —“Nur noch Vorhandensein”— que ha perdido el “estar vuelto hacia la muerte” o el “estar vuelto hacia el fin”.
La “pérdida-del-ser” que comporta el “estado-de-muerte”, implica, para el Dasein, la pérdida del morir como “adelantarse ontológico” —Vorlaufen— a la posibilidad de su imposibilidad de ser...
Más allá de la visión heideggeriana, pero sin negar sus aciertos filosóficos con relación al problema del análisis de la muerte para el Dasein, el pensador Bernard N. Schumacher, en una minuciosa lectura del filósofo Joel Feinberg sobre el tema de la muerte, afirma que “el sujeto de un mal póstumo es el mismo sujeto cuando estuvo vivo”...
Con ello viene a quedar definido el lugar de un cierto sujeto “espectral” que puede ser perjudicado por el no cumplimiento de sus “deseos de realización”, los cuales se proyectan más allá de los “deseos de satisfacción” vividos subjetivamente por el sujeto antes de llegar al “estado de muerte”.
Nos dice Schumacher comentando a Feinberg:
«Lo que perjudica el interés de alguien es el fracaso que supone la no realización del deseo, y no la frustración de “N” por la no realización del objeto deseado.
»De aquí que la muerte puede verse, según Feinberg, como el fracaso de ciertos intereses que “N” tenía durante su vida, aunque, en cuanto sujeto muerto [desubjetivado radical y definitivamente por el estado de muerte] no sea capaz de sentir este último sufrimiento.» Schumacher, Bernard N.: “Muerte y mortalidad en la filosofía contemporánea”, Herder Editorial, Barcelona, 2018, pp 294 y 295
Esto que afirman Feinberg y Schumacher lo expresa claramente el Jacob bíblico frente a su hijo José, gobernador de Egipto, cuando le pide a este que después de su muerte lo sepulten en la tierra de sus padres, en Hebrón, en las tierras de Canaán, y no en Egipto. Le dice Jacob a su hijo preferido:
«Sé muy bien que, una vez muerto, el ser humano no tiene ya deseos y le da igual dónde yacer. Pero mientras uno está con vida y desea, le importa mucho que al muerto le suceda lo que el vivo deseó.» Thomas Mann: José y sus hermanos, libro IV, José el Proveedor.
Continúa diciendo Schumacher, analizando lo planteado por Feinberg contra las concepciones “experiencialistas” de la muerte similares a las de Epicuro: «...La gama de bienes y males para un ser humano es necesariamente más amplia que su experiencia subjetiva y más larga que su vida biológica. Esto es así porque los objetos de sus intereses normalmente corresponden a sucesos que ocurren fuera de su experiencia inmediata y en un tiempo futuro. Ejemplos de tales intereses serían la preservación de sus obras artísticas, musicales o literarias, después de su muerte; la victoria de la causa social o política por la que luchó durante su vida; etcétera.» (Schumacher, ibíd, p. 295)
Al final de su vida, el mismo Jean-Paul Sartre, después de su visión fenomenológica meramente “conflictivista” sobre la muerte tal como aparece, retocando a Heidegger, en “El ser y la nada”, abandonó la concepción del “otro” como infierno del “para sí”, planteando entonces una prioridad del “para-los-otros” o “para-los-demás”, en tanto que guardianes de “mi memoria” (Levinas, Derrida, Torok, Abraham...) situados por encima de la presunta “autonomía del para-sí” en conflicto con el “otro”.
Sartre vendría a decirnos, en “Cahiers pour une morale” y en “L’ espoir maintenant”: Lo que hago se cumple en relación a una conciencia del otro que me sobrevive, y eso viene a constituirse, junto con mis obras en general, en guardián y testigo de mi memoria.
Hay en esa última etapa de Sartre un «respeto y reconocimiento de la libertad de los otros... Admite que hay una actitud en la que el sujeto llega hasta disfrutar con el otro sin intentar apropiarse de él o de ella. Eso es el amor.» Schumacher, ibíd, 179
Por otra parte, descubrimos una suerte de “sujeto espectral” que sobrevuela el “estado de muerte” y que, al proyectarse más allá de nuestra experiencia subjetiva, impide que todos seamos homologables y “pasto común para los gusanos”.
El “deseo de realización” y la “realización de deseos” comportan un horizonte incorporal a desplegarse sobre una “superficie” de acontecimientos impersonales (postpersonales) que funciona como “campo trascendental de inmanencia”.
A esa “superficie” Gilles Deleuze la denomina “una vida”, como “beatitud” y potencia plenas...
“Una vida es la inmanencia de la inmanencia [...] que no depende de un Ser ni se somete a un Acto”, nos dice Deleuze.
Esa “Una vida”, tal como la piensa Deleuze inspirado en Spinoza y en Fichte, opera en el contexto de una suerte de empirismo “trascendental” ajeno a lo metafísicamente “trascendente”, pues no implica el restablecimiento de la oposición sujeto/objeto con su preponderancia idealista y platónica de la subjetividad y lo inteligible hipostasiado...
Podemos formular entonces, deleuzianamente, que “lo trascendente no es idéntico a lo trascendental”...
«Hay una gran diferencia entre los virtuales que definen la inmanencia del campo trascendental y las formas posibles que los actualizan y que transforman el campo en algo trascendente.» Gilles Deleuze: “La inmanencia: una vida”, 1995
¿Serían equivalentes, considerados en términos postmetafísicos, el “espectro” de Derrida y el “una vida” de Deleuze?
No obstante, por lo esbozado aquí con respecto a la concepción de “una vida” por Gilles Deleuze (una constelación impersonal de sigularidades que “ya no tiene nombre, aunque no se la confunda con ninguna otra”) y a la “espectralidad” de Jacques Derrida; por más que la muerte sea concebida como “lo que viene a desbaratarlo todo” (Sartre, en El ser y la nada), jamás podremos afirmar que son o serán equivalentes, por ejemplo, Ulises Heureaux o Rafael Leonidas Trujillo Molina, en estado de muerte, y el raudo vuelo temporalmente suspendido de las Radiantes Mariposas…
Como dice, aporéticamente, Jacques Derrida: «Morir: —esperarse (en) “los límites de la verdad”»...
Ni aun si ahora mismo toda la humanidad sufriera el estallido final del actual Universo, podríamos ser considerados iguales bajo la condición común de muertos.
Si atendemos al estado actual de la ciencia, a la “cosmología cíclica conforme” de Roger Penrose, por ejemplo, al Big Crunch de este Universo seguiría el Big Bang de otro nuevo Universo, con sus fases de inflación y expansión. En esos universos sucesivos habría conciencia inmanente, virtual o impersonal, “conciencia” no de hecho pero sí “conciencia de derecho”. Además, en toda nueva configuración cósmica, según Penrose, se conservarían algunos elementos del Universo anterior.
La real posibilidad de que surja la “conciencia de hecho”, esa posible emergencia del sentido finito y su juego virtual, infinito, seguiría operando en otros posibles universos. En este proceso tan solo “se” vislumbra la diferencia, la espectralidad, la fantología la hauntología, lo mixto y la contaminación.
¡Nunca seremos iguales entre nosotros, ni siquiera después de muertos! ¡Nunca seremos iguales ni en otros universos por venir, y precisamente porque, de hecho, ni siquiera somos iguales a nosotros mismos en este actual Universo!
El eterno retorno se dice de la diferencia. Lo Mismo no es lo Idéntico. Lo Mismo se dice de lo desajustado, del (im)puro juego de las singularidades nómadas que resuenan entre sí, contaminándose, en un instante que siempre será “ya pasado y todavía por venir”.
El resto es puro nihilismo sin cima.
Armando Almánzar-Botello
----------------
Miércoles, 20 de junio de 2012
© Copyright © Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor. Santo Domingo, República Dominicana.
IMÁGENES:
Arriba, a color
1) El escritor Armando Almánzar-Botello junto al famoso tríptico de Francis Bacon titulado: Tres estudios para una crucifixión, 1962, en la Exposición-Centenario de Bacon, 1909-2009, en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, 2009
2) Tabla de la derecha del tríptico de Francis Bacon: Tres estudios para una crucifixión, 1962
Fotografías en blanco y negro: Arriba a) Martin Heidegger, su esposa Elfride y Jacques Lacan. Guitrancourt, 1955. b) Jean-Paul Sartre
© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana.
Copyright © Armando Almánzar Botello. Reservados todos los derechos de autor. Santo Domingo, República Dominicana.
............................................................................................