martes, 19 de diciembre de 2023

¿RESENTIMIENTO HERMENÉUTICO? Diferencias entre interpretación y uso de textos

 «La ética del sujeto de la escritura no coincide de forma absoluta con la moral del individuo político en su accionar mundano. Los panfletos antisemitas de Louis-Ferdinand Céline no restan valor a la obra literaria de ficción del genial autor de Muerte a crédito y Viaje al fin de la noche, ¡pero no dejan por ello de ser abominables!» Armando Almánzar-Botello

     Por Armando Almánzar-Botello

     A Luis-Ferdinand Céline; a Antonin Artaud, in memoriam

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     Alguien dijo que la “vida” y la “obra” de un artista creador son “duplicaciones paralelas de una escena fantasmática hurtada”... inconsciente, traumática... 

     La llamada “vida”, entendida como plétora y campo ilimitado de posibilidades inmanentes (“la vida la muerte”, escribía Derrida, uniendo sin coma ambos puntos extremos en un espacio atópico de indeterminación e incertidumbre) se encuentra, evidentemente, por encima de la mera “obra” como “simple” producto de un acto creativo de escritura, participa de una dimensión est/ética distinta a la  que implica dicha obra.

     Como podríamos entender si leemos Proust y los signos de Gilles Deleuze, la literatura y las artes en general son “vida esclarecida”, vida orientada, vida contraefectuada, dirigida, seleccionada y transfigurada en sus accidentes, devenidos estos así en “acontecimientos” generados por los signos.

     Si la obra, en su complejidad semiótica, contradictoria y polivalente, atraviesa los prejuicios, ideologías, convenciones y narcisismos de época, es decir, si se constituye en “obra” creativa más allá del ruido relativamente inarticulado de los contextos, no cae como tal bajo el hacha del juicio moral normativo: abre más bien un espacio de exploración y constitución de sentidos inéditos, desconocidos, que vendrían a transformar radicalmente la mentalidad y los cuerpos canónicos de los receptores del mensaje, tal como acontece en el teatro artaudiano de la crueldad.

     En este orden de ideas podemos afirmar que el Louis-Ferdinand Céline de Viaje al fin de la noche no es el mismo autor de los panfletos antisemitas. Por lo menos, la estrategia escritural y ética no es la misma en ambos casos.

     En esa gran novela del escritor francés, al igual que en su Muerte a crédito, existe lo que Julia Kristeva denominaría una exploración escritural sublimatoria de la abyección, de la emergencia histórica de una cierta “pulsión de muerte” y del sinsentido, pero no se instaura, de ningún modo, una ideología racista, ultranacionalista, autoritaria, asesina, militarista o complaciente con los poderes fácticos, sino, muy por el contrario, una especie de carnavalización bajtiniana del apocalipsis de las significaciones ideológicas convencionales e hipostasiadas...

     Los panfletos celinianos revelan el “error” ético-político y práctico de Céline, un inexcusable antisemitismo fascista, si se quiere. Pero esta dimensión de su obra nunca invalida su otra escritura, la creativa, generadora de obras transformativas con valores semióticos permanentes.

     Para los japoneses tradicionales, por ejemplo, el ideal del hombre de letras íntegro implica necesariamente la conjunción de las vertientes ética y estética, pero, lamentablemente, no siempre es así en la experiencia concreta de todos los grandes autores.

     Junto con el “recriminable”, latente o explícito odio en bruto que puedan expresar algunos supremos hacedores literarios como Céline a través de ciertos actos de su vida y de su escritura extraliteraria, actos considerados, con mayor o menor grado de hipocresía, como “injustos y perversos” cuando son medidos desde un cierto punto de vista de apreciación axiológica, existen también, en posición simétrico inversa, otros grandes escritores cuyo odio ideológico se expresa, veladamente, a través del resentimiento valorativo contra la excelencia literaria lograda por esos “supremos hacedores”. 

     El gran escritor, a pesar del peso específico real y trascendente de su obra creativa, es propenso a ser denostado cuando no participa de los mismos principios ético-políticos que defienden sus rencorosos críticos. 

     El genio, cuando algunos actos de su vida se apartan de lo razonable o verosímil para la moral colectiva o normativa, es eventualmente reprimido, censurado y estigmatizado como “inmoral” o “monstruoso” por los poderes constituidos. Piénsese, a modo de ejemplo, en la tradición maldita de los “hijos espirituales del Marqués de Sade”, en la negación del Premio Nobel a Jorge Luis Borges debido, supuestamente, a la manifiesta simpatía del gran escritor argentino por el régimen dictatorial de Pinochet, por el imperialismo británico y por el franquismo, o, en cambio, en la negativa a concederle a Borges dicho galardón por un oscuro y mediocre motivo que sería casi peor que los anteriores: la venganza del ego herido de cierto académico inefable que llevó su resentimiento hasta el punto de negar el reconocimiento a un hombre de letras cuya obra desborda con creces, por su calidad a toda prueba, los prestigios de la misma institución que pudo premiarla...

     ¿No acontece algo similar a lo anteriormente señalado en lo que entendemos como espíritu de venganza y “apreciaciones de mala fe” realizadas por un gran ensayista judío como George Steiner, cuando en su importante obra Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística, llevado por su legítima posición antirracista, “prosemita” y antifascista, defiende la supuesta superioridad artística del Lucien Rebatet de Les deux étendards con respecto al Céline de Mort à crédit?  

     Para mí, sin regateos, Louis-Ferdinand Céline, junto a Kafka, Mann, Proust, Joyce, Beckett, Virginia Woolf, etcétera, es uno de los más grandes escritores de Occidente desde Dante, Cervantes y William Shakespeare.

     El problema ético del “don del poema”, del don textual y su escritura creativa, va más allá de la simple y burda denuncia criminal o panfletaria, más allá del plagio como simple robo, de la usurpación de pedestales, del intercambio compensatorio de minusvalías psicosociales, de la circularidad interesada del mercado y del moralismo maniqueo de aquellos que Niestzsche denominó los falsos sacerdotes...

     Repetimos al pie de la letra lo anteriormente dicho por nosotros: «Los panfletos celinianos revelan el “error” ético-político y práctico de Céline, un inexcusable antisemitismo fascista, si se quiere. Pero esta dimensión de su obra nunca invalida su otra escritura, la creativa, generadora de obras transformativas con valores semióticos permanentes.»

     Esa complicación ética nos sitúa, o debería situarnos, más allá del mero resentimiento patológico y del espíritu de venganza que no alcanza el estatuto de suplencia sinthomática (Lacan) estéticamente lograda…

     Lo ideal sería, para el sujeto en situación de discurso y en acto generativo de escritura polivalente, poner en su existencia, en su vida ético-práctica —a su cuenta y riesgo personales— “un poco” de lo que haya perfilado como aventura del sentido en su obra creativa (no solo a la inversa); descubrir en los sentidos múltiples de su “propio” texto nuevas posibilidades de vida y socialidad; dejar un espacio en el discurso para el punto de ignición que constituye lo Real como pulsión de muerte transmutada, como telón de fondo, afuera genético y ruido blanco de la existencia multiforme... 

     En fin, debemos economizar violencia (auto)destructiva y psicosis desencadenada a través de la escritura como teatro de la crueldad, como logrado testimonio virtual de la catástrofe, como lluvia sinthomática de letras que hace lazo social est/éticamente, para decirlo tal como pensaron estos problemas Antonin Artaud, Maurice Blanchot y Jacques Lacan, respectivamente. 

     No obstante, si la dimensión abierta, transformativa, textualmente libérrima y transideológica de una obra creativa de ficción —constructo semiótico, configuración sígnica o valor que se abre promisoriamente a lo desconocido, a la multiplicidad y a la desterritorialización en su carácter de línea de fuga y de justicia pluralista inmanente—, resulta que no es alcanzada, seguida o prolongada por los actos de la personalidad empírica o biográfica de su autor, ello no debe ser obstáculo que impida el reconocimiento de la grandeza artística del trabajo transmutante realizado por el sujeto de la escritura en la generación de dicha obra.

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Agosto de 2003 (Texto ligeramente retocado).

Publicado en el Blog Cazador de Agua. 

Sábado, 16 de febrero de 2013

© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana

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ARTE E IDEOLOGÍAS

     Por Armando Almánzar-Botello

     No he dicho que las ideologías no existan en las obras artísticas y literarias, ¡pero el arte auténtico, si es tal, debe trascenderlas!

     He señalado la grandeza estética de la obra de William Butler Yeats, cuyas creaciones conozco desde hace largos años, y puedo asegurar que su obra, como valor literario, trasciende todo fascismo beligerante o racista. 

     Defiendo al genial Louis-Ferdinand Céline —quien era también antisemita y pronazi—, como uno de los valores más altos de la literatura universal de todos los tiempos, hasta el punto de situarlo al nivel de Dante, Shakespeare y Cervantes. Pero Céline no se agota en sus abominables panfletos antisemitas; es un genial creador de universos plurales. Por tal razón pudieron aprovecharlo, en su extraordinaria potencia estético-inventiva, figuras como Jean-Paul Sartre y Henry Miller, Samuel Beckett, Allen Ginsberg, Norman Mailer, Kurt Vonnegut y Günter Grass, entre otros muchos escritores de gran relevancia literaria...

     Amo la poesía de Ezra Pound, quien fue un activo fascista mussoliniano... Reconozco el valor de la obra de tantos otros autores que se vieron seducidos por ciertas ideas políticas de corte nazifascista... Pero en todos, la obra creativa trascendió las ideologías; por ello, precisamente, fueron grandes hombres de letras. Si se hubieran limitado a escribir panfletos pronazis, profascistas o procomunistas, personalidades como el gran Pirandello, Céline, Yeats o Brecht no fueran lo que son en la historia de las letras: grandes autores que cambian y enriquecen nuestra forma de concebir el mundo de lo múltiple... 

     Por otra parte, como bien señalan Derrida y el mismo Octavio Paz, una cosa es el nazifascismo racista, segregativo, negador de la universalidad, y otra, muy distinta, la ideología revolucionaria marxista, la cual, a pesar de cierto estalinismo y sus graves errores, pretendía (y pretende) actuar en nombre del universalismo y la justicia. 

     Stalin, pese a su autoritarismo violento, no debe ser comparado con un Hitler, por ejemplo. El primero estaba a favor de una Unión Soviética Europea, el segundo a favor de una Europa Alemana... 

     Como diría Slavoj Žižek: ellos “encarnan dos modos distintos de suspensión política de la ética”. 

     La función del arte no es dar legitimidad a ninguna ideología (ideologías que no se reducen solo a la política), sino plantearlas, explorarlas en la obra para atravesarlas y pulverizarlas con la finalidad de generar el espacio de lo Abierto, de lo desconocido potencial, por medio de la multiplicidad de sentidos y sinsentidos en conflicto... 

     Por cierto, Octavio Paz, quien fuera cuestionado en principio por una cierta izquierda mexicana ortodoxa y recalcitrante, valoró en su momento el pensamiento marxista crítico y habló literalmente del socialismo “como la única salida racional a la crisis de Occidente”…

     Los intelectuales, creadores, escritores, pensadores, artistas deben estar siempre vigilantes frente a las posibles y muchas veces perversas seducciones de los poderes establecidos, estatales o fácticos, sean o no sean llamados plurales o democráticos. 

     Como entiende el pensador francés Jacques Derrida: la democracia, en su perfectibilidad, siempre está por venir...

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Junio de 2016

©Armando Almánzar-Botello, Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos todos los derechos de autor.

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EL ANCIANO POETA APASIONADO... «¡No a la estetización de la violencia!»

     Por Armando Almánzar-Botello

     Una espesa y polimática noche, cuando ya muy enfermo y cercano al final de su intensa vida creadora se había establecido en la costera y pintoresca ciudad de Menton, en la Riviera Francesa, el gran poeta irlandés William Butler Yeats —sumergido en pleno delirio poético, inspirado quizás por remotos fantasmas que bullían en el aire turbulento de la leyenda, en la memoria histórica febril y su honda paradoja de lúcido y alucinado pozo visionario, inagotable— monologaba decidido en alta voz, oculto para el mundo en la secreta penumbra de su dormitorio insomne.

     Creyéndose libre de la mirada trivial de los otros reales, Yeats cubrió su cráneo con un viejo casco guerrero samurái, tomó en su mano derecha la katana o espada japonesa que junto con el casco había adquirido varios años atrás para su colección personal, y, en la fosforescente oscuridad imaginaria, frente a un gran espejo de pedestal en el que se reflejaba la luna, elevó la mítica espada que lanzaba destellos mientras el poeta gesticulaba de un modo histriónico y violento con su  mano izquierda firme todavía...

     Entonces, algunos de los suyos, ocultos tras las cortinas de la puerta entreabierta del dormitorio-estudio del bardo, como si contemplaran una obra japonesa de teatro Noh, vieron y oyeron decir al inmenso, único y verdadero Poeta Nacional de Irlanda, con una voz semejante a la de un fantasmal y secreto mar impetuoso y premonitorio: 

     «¡Conflicto! ¡Conflicto! ¡Más conflicto!»... 

     Era casi el principio de la Segunda Guerra Mundial. El poeta William Butler Yeats vislumbraba ya su propia e inevitable decadencia física, y profundamente exaltado su espíritu combativo por su apego anticomunista y antidemocrático al movimiento fascista, manifestaba y dramatizaba en soledad su adhesión incondicional a lo que él entendía como un necesario respeto elitista a los más dotados, a los mejores en la jerarquía del intelecto y la sensibilidad, al espíritu samurái guerrero y aristocrático.

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     Amo profundamente la gran poesía del Poeta Nacional de Irlanda William Butler Yeats, tanto la de su primera etapa creativa como aquella de la segunda, quizá más ceñida y actual...

     Pero diré algo que podría, tal vez, restar belleza a la trágica y hermosa escena reescrita por mí en el fragmento anterior: William Butler Yeats simpatizó, al igual que Ezra Pound, Luigi Pirandello, Pierre Drieu La Rochelle y otros muchos intelectuales de la época, con el terrible y seductor fascismo. 

     Casi toda la parafernalia guerrera y samurái de la vida y la obra poética y teatral de Yeats corresponde a una “estetización de la pura violencia”, lo que bien podría ser recuperado como simple ideología por ciertos poderes cuyo negocio es precisamente la guerra. 

     Con reconocer eso no pierdo de vista la conmovedora belleza (rotamente seductora), ni el sentido lúdico, histriónico, ni la sublime dimensión ética y alegórico-simbólica que se ponen de manifiesto en la figura de un hombre cercano a su muerte, dispuesto activamente a decirle un ¡Sí! orgiástico, perseverante y trágico a la Vida y al conflicto ineludible que esta entraña... 

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27 de junio de 2016

© Armando Almánzar-Botello, Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos los derechos de autor.

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Adenda:

DIVAGACIONES ORIENTADAS EN TORNO A LA IDENTIDAD, EL COMPROMISO, LO POLÍTICO, EL HUMOR NEGRO, EL INTELECTUAL, EL ARTE Y EL DOLOR DEL OTRO…

     Por Armando Almánzar-Botello

     Marta Traba, la gran crítico de arte argentino-colombiana que falleciera de forma lamentable en un accidente aéreo en 1983, hablaba en los años setenta de “vanguardias en el vacío” para referirse a cierta práctica latinoamericana y caribeña del arte y el pensamiento que, sencillamente, repetía de un modo acrítico, subalterno, colonialista, al margen de las especificidades y la naturaleza de las circunstancias locales, todo lo que fuere discurso estético impuesto por las grandes metrópolis y las aduanas.

     Muchas veces, o casi siempre, esta aceptación de lo foráneo se producía sin reparar en la verdadera calidad de esos productos importados.

     Desarrollando este concepto, Marta Traba planteaba en los años setenta un severo cuestionamiento a cierto cosmopolitismo, paradójicamente provinciano, de vocación esnobista y subordinada, que profería un ciego y acrítico “sí” a casi todo lo que como propuesta creativa o intelectual procediera de los Estados Unidos, de Europa y de otros lugares hegemónicos promovidos como tales por la dinámica internacional de la época.

     Aunque no coincido totalmente con los casi siempre lúcidos planteamientos de la desaparecida escritora y crítico de arte argentino-colombiana, creo que las ideas de Traba en el momento en que fueron planteadas, encontraron su justificación como pertinente crítica cultural e ideológica a cierta forma de neocolonialismo.

     Reconocemos que hoy, en pleno año 2004 del siglo XXI, los procesos multidimensionales de la llamada Globalización, el carácter vitalizante, ineludible y necesario que reviste la coapropiación entre lo vernáculo y lo transvernáculo, el gran “interaccionismo físico y virtual” propio de un mundo mediáticamente planetarizado, etc., etc., son factores que obligan a reconceptualizar las llamadas “identidades culturales latinoamericanas” (tema de gran debate en los años sesenta y setenta), en términos de flujos, devenires rebeldes, diagramas de fuerzas, “esencialismos estratégicos”, apropiación-distorsión de tradiciones mayores, mestizajes, hibridaciones y aires “transgénicos” de familia, más que si de meras esencias a-históricas se tratara.

     Octavio Paz, en plenos años 70-80, afirmaba no creer en la esencia inconmovible de los pueblos, y rechazaba la “identidad cultural” entendida como una simple inmovilidad ahistórica, ontológica, petrificada, para pasar a idearla en términos dialógicos, modales, carnavalescos, diferenciales y polifónicos, como un baile de máscaras o disfraces en perpetuo movimiento…

     No obstante, jamás debemos perder de vista la “admonición” epistemológica de Marta Traba, o por lo menos, una cierta versión de lo defendido por ella casi como una dialéctica entre lo “propio” y lo “impropio”, frente a la vocación imperialista y neocolonial de ciertas metrópolis y políticas culturales.

     Lo rescatable de su postura crítica podría ser redescrito y redefinido en términos de una teoría de la complejidad neocolonial y postcolonial, que toma en cuenta la interrelación antropolítica, multivalente, abierta al acontecimiento imprevisible y no programado, tal como la concibe y formula Edgar Morin cuando nos transmite la necesidad de la fórmula: “pensar global/actuar local; pensar local/actuar global”, para poder “inteligir” mínimamente lo que acontece en el mundo contemporáneo…

     Por otro lado, el pensador alemán Theodor W. Adorno (miembro de la Escuela de Frankfurt y posteriormente, junto con Max Horkheimer, creador de la llamada “Teoría Crítica”) consideró que toda “filosofía trascendental”, todo análisis de vocación purista, filosófico-académica, se encuentra inscrito en una red concreta de mediaciones histórico-sociales que tornan inconsistente la pretensión de aislar el pensamiento filosófico de los restantes saberes, disciplinas y prácticas sociales.

     Para Adorno, como para otros pensadores que responden a los nombres de Heidegger, Derrida o Deleuze, la “ambición trascendental del concepto” se ve reducida, redefinida y reorientada por el reconocimiento de cierto carácter histórico, diferencial o inmanente del proceso de creación conceptual, proceso que se descubre ligado, de una forma u otra, a la historia, a una “exterioridad” o a una “complicatio” entendida como campo de mediación entre lo trascendental y lo empírico, tal como ya el mismo Kant lo establece en su concepción de “la imaginación trascendental” como generadora de esquemas de comunicación o pasaje entre la intuición (inerradicable) y el concepto.

     De ahí que un pensador como Derrida hable de “cuasi-trascendentalidad”, para referirse a una estrategia de pensamiento que acepta como necesarios la vocación y el pasaje por “lo trascendental”, pero vaciando subsiguientemente a esta última categoría de todo intento metafísico de absolutización e hipóstasis.

     Gilles Deleuze, por su parte, habla de una “heterogénesis del pensamiento” que implica la resonancia, en el seno de una socialidad generalizada, entre “conceptos”, “personajes conceptuales”, funciones lógicas y matemas, perceptos y afectos… No existe una zona de asepsia que pueda presentarse, como “valor” trascendental, independientemente de un inevitable proceso de “contaminación” que implica esa mencionada resonancia entre lo filosófico, lo artístico, lo político, lo creativo, lo ecológico, etc., etc.

     Algunos lectores se preguntarán el porqué de este mi actual juego de lenguaje, las razones, si las hay, de mi hasta repetitivo y cuasi “didascálico” decir en este particular contexto.

     A esa interrogante intento responder ahora diciendo que no pretendo aquí operar un simple ejercicio de estilo que reitere, con cierto donaire, ideas manidas o insulsas para con ello reeditar el hastío de los mínimamente pensantes o propiciar, una vez más, el mayor regocijo redundante de los eunucos hedonistas del pseudo-concepto. ¡No!

     Escribo estas líneas al observar en nuestro país a intelectuales y artistas que presumen de ser “logopuristas” y “apolíticos”, que conciben como un “valor” real su mañosa “apertenencia” ideológico-política, su mentido “desinterés” por los asuntos “mundanos”.

     Ellos consideran innecesaria la apertura de sus mentes a cierta “exterioridad del acontecimiento” que pueda ir un poco más allá de la simple novedad editorial de autopromoción, un poco más allá de la intelección de “lo político” como estricto “apandillamiento” partidista con fines de lucro agiotista-egotista y amarrado a las insignias del Amo.

     Ellos, “esfingeizados” a la sombra de ciertos poderes, no despliegan reales intensidades de solidaridad y conciencia que atraviesen las banalidades y dogmas de capilla estético-cognitivos (con pretensiones de textos sagrados), en los que indolentemente chapotean como relacionistas públicos del Diablo; no desbordan las “intrigas, disfrutes y oportunismos clánicos” en los que se ausentan de todo EL DOLOR que aúlla en el “afuera” de su mundo; no subliman el comprobable deseo que padecen de torturar al prójimo o de simplemente anularlo.

     Ellos son alabarderos de las perversidades del Sistema Capitalista y de los divertimentos insubstanciales constituidos por ciertas modas y retóricas “mutilantes”, ahora llamadas postmodernas, en un presumido “todo vale cuando lo dice mi cuadrilla o mi turba”. ¡Ellos son los presumidos nacionalistas del Ego hipertrofiado que se disfraza de humildad, mientras le retuerce con académica sabiduría mundana el pescuezo a la Gran Gallina Criolla!

     Parafraseando a Marta Traba, podríamos llamar a esos “artistas”, “pensadores” y sujetos sociales del oportunismo: la “intelectualidad política en el vacío”, aunque algunos de ellos puedan ser exitosos mercachifles y expertos en aviesas y rentables componendas comerciales, “pedagógicas”, burocráticas y político-partidistas.

     Creo en la libertad de cada sujeto para elegir su estrategia cognitiva junto con sus códigos y protocolos de desempeño mundano, pero también creo en la transformativa función crítica del intelectual y del artista.

     Por más que hayan cambiado sus roles en el siglo XXI, sus FUNCIONES TRANSGRESIVO-CONSTRUCTIVAS no son (ni lo serán jamás) contribuir a dar eficiencia al proceso de producción de más detritus y banalidades en la semiosfera, manteniéndose de espaldas, por cobardía o por simple conveniencia mezquina, a procesos históricos que, de una u otra forma, impactan sobre la noción problemática de esos ámbitos que denominamos “la vida”, “una vida”, “la vida la muerte”; campos complejos e interrelacionados de la ciencia, la producción económico-social y los saberes, el amor, el cuerpo y las pasiones, las diversas disciplinas, la organización del trabajo, el sentido de la fiesta y de las artes.

     Durante una cierta etapa crucial de la Segunda Guerra Mundial, escritores como Thomas Mann y Hermann Hesse (por citar ahora exclusivamente a dos grandes de la narrativa alemana moderna), se mantuvieron en confinamiento, relativamente al margen de los relevantes y decisivos acontecimientos que se operaban en Europa desencadenados por los múltiples y complejos intereses en juego, pero este repliegue o retiro estratégico hacia cierta territorialidad “privada” propia del escritor burgués, no implicó por parte de los autores mencionados una huida cobarde hacia lo imaginario ni una renuncia a reflexionar sobre la guerra y la situación espiritual de Europa y del mundo en ese convulso período histórico.

     Ahí están, como testimonio del esfuerzo y la apertura a la problematicidad del mundo de estos dos escritores paradigmáticos, las eminentes deflagraciones textuales que constituyen obras como Doktor Faustus y Juego de Abalorios, entre otros escritos explícitamente alusivos a los importantes acontecimientos por los que atravesaba el mundo en esos años.

     El arte tiene sus modos particulares de semiotización y simbolización, los artistas e intelectuales utilizan diferentes herramientas para transmitir los resultados del impacto del mundo sobre su sensibilidad, sobre su orbe interior, sobre su campo ideoafectivo.

     Samuel Beckett, por ejemplo, parecía apolítico, ¡pero no! Tal como nos revela Theodor W. Adorno, lo histórico y lo “antropológico-político” alcanzan en la obra del irlandés el estatuto filosófico de lo trascendental, mediado por la forma estética estallada. Lo mismo acontece con Franz Kafka, según nos han mostrado Deleuze y Guattari en su obra Kafka. Por una literatura menor, texto en el que figura un Kafka trabajado por lo socio-político y, en particular, próximo al movimiento anarco-sindicalista de su época, según nos confirma también Klaus Wagenbach, uno de los biógrafos del genio judío-checo de lengua alemana.

     El mismo carácter ideológico-político se oculta y se manifiesta, simultáneamente, en la obra del gran poeta judío-alemán Paul Celan.

     A su vez, si juzgáramos a Louis-Ferdinand Céline solo por sus panfletos y su accionar político instrumental, no sería más que un fascista abominable; pero ahí está su obra fictiva con real valor trascendente, donde se pone de manifiesto, por el vigor incandescente de su escritura, el “atravesamiento” de toda ideología pangermanista, autoritaria, colonialista, nacionalista, imperialista o belicista.

     También, el Jorge Luis Borges que apoyó a las fuerzas colonialistas e imperialistas británicas en la Guerra de Las Malvinas; el Borges simpatizante del ominoso régimen de Augusto Pinochet en Chile; el Borges que se reía sin compasión alguna del rapto del padre de un famoso cantante considerado por él de muy baja calidad musical, ese Borges es redimido por una obra que, paradójicamente, sirve a un pensador crítico anticolonialista y anti-autoritario, como lo es Jacques Derrida, para ilustrar, en una cierta zona y etapa de su pensamiento, las categorías teorizadas por el filósofo francés como “deconstrucción” y “diseminación”... Desde luego, como bien lo dijo Marta Traba hace largos años, la gran obra de Borges materializa su real valor literario y su peso específico en la literatura moderna con independencia de las apreciaciones y juicios hermenéuticos emitidos por un Michel Foucault o por un Jacques Derrida...

     No obstante, algunos intelectuales dominicanos, a pesar de sus componendas explícitas o soterradas con los poderes más duros y conservadores, no son redimidos de sus errores políticos o de su hipócrita presunción de asepsia ideológica por la real calidad de su escritura. Permanecen en su rol de meros publicistas y traficantes internacionales de méritos. ¿No es motivo esta triste realidad para que lancemos a los cielos de la patria una desgarrada y transgresiva carcajada artaudiana?

     Como siempre nos recuerdan Gilles Deleuze y Felix Guattari, todo pensador o artista es necesaria e inevitablemente “político”, construye un Cuerpo sin Órganos que participa de lo político, ya sea porque aborde con su obra, de una forma directa, temas de consabida naturaleza política, o porque inaugure y distinga, en la semiótica exploración “(in)visible, (infra)sónica o (infra)semántica” que constituye su actividad escritural teórica, poética o de ficción, territorios o espacios nuevos de socialidad potencial desde los cuales se pueda manifestar, percibir o generar una más compleja y abisal urdimbre de “lo político”, lo histórico-social y lo (in)humano.

     Todo verdadero gran artista pone de manifiesto, tematiza, insinúa o revela sutilmente las transformaciones explícitas o implícitas de las subjetividades micropolíticas de su mundo, los fenómenos que se presentan en su época definidos como “desubjetivación” y “resubjetivación” procesuales de los sujetos. Más allá de todo nacionalismo cerrado y de toda identidad petrificada, él explora los litorales y el rumor de los “acontecimientos” que se producen en su tiempo histórico, las variaciones del Zeigeist, los cambios colectivos, muchas veces imperceptibles —moleculares, microfísicos—, que se operan en las modalidades históricas de goce, productividad y semiotización.

     Finalmente, recuerdo que un pensador dominicano de tanta penetrante seriedad crítico-literaria y artística, filológica y filosófica, como lo fue nuestro gran Pedro Henríquez Ureña, nunca le “sacó el cuerpo mulato y mestizo”, en sus diversos y esclarecedores ensayos y reflexiones, a los problemas concretos y acontecimientos de naturaleza histórico-política de su país y de su época, cuando fueron percibidos por nuestro ilustre humanista como hechos con valor “emancipatorio”, liberador, para la América Latina o para la Humanidad en su conjunto.

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Agosto del 2004

© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos los derechos de autor

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