«El pensador crítico, el poeta, el esquizo y el trabajador marginal son reales desechos, residuos inasimilables. La excepción a esta regla la constituye el intelectual “práctico” que “funciona” del modo “políticamente correcto”: al servicio del orden constituido y constituyente, como figura hipostática de la cogitación ideológica que Antonio Gramsci denominaría “orgánico-intelectual” por desclasamiento ascendente.» Armando Almánzar-Botello
Por ARMANDO ALMÁNZAR-BOTELLO
«Algo indecible se pierde y algo innombrable se gana, simultáneamente, en todo proceso simple o complejo de traducción. Sí, de traducción, porque de traducción se trata en la serie de transcripciones de la foné logocéntrica propia de la oralidad al campo del trazo manuscrito; de éste a la escritura tipográfica, y luego a la dimensión virtual, electrónica u holográfica de la letra.» Armando Almánzar-Botello
1.- LIBRO Y HERENCIA CULTURAL
Dijo memorablemente un inmenso poeta en la jubilosa soledad de sus estudios:
«Retirado en la paz de estos desiertos, / Con pocos, pero doctos libros juntos, / Vivo en conversación con los difuntos / Y escucho con mis ojos a los muertos».
En este primer cuarteto de aquel soneto entrañable escrito por el gran poeta español Francisco de Quevedo y Villegas, se tocan lúcidamente diversas aristas cortantes, a nuestro entender esenciales, de la relación entre el sujeto del deseo lector y el objeto libro, entendido éste como dispositivo de goce o máquina sutil y numinosa de revelación espiritual. En primer lugar se mencionan la soledad y el retiro, casi similares a la mística ausencia de los monjes de La Tebaida; la paz desértica del alma, la tensa concentración y el necesario recogimiento para establecer con el libro, como espejo de un agua mental privilegiada, un vínculo convincente de real y fértil ahondamiento estético y cognitivo.
«Retirado en la paz de estos desiertos»…
En el segundo verso, que dice, «Con pocos pero doctos libros juntos», el poeta define la dimensión cualitativa de la cultura excelsa, genuina y trascendente. Aquí se valora el carácter selecto y singular de los libros necesarios. En el mundo contingente de los muchos, y a veces demasiados libros, como dice el escritor Gabriel Zaid, no son todas las escrituras las que podemos o debamos leer y degustar. Somos lectores mortales limitados en el tiempo, aunque nuestra voraz pasión bibliofilita quisiera leer y descifrarlo todo en su ingenua vocación de orgullosa infinitud.
Paso ahora al tercer verso del soneto: «Vivo en conversación con los difuntos». En el mismo, el genial bardo de España nos sugiere lo que el filósofo francés recientemente fallecido, Jacques Derrida, denomina: la dimensión fantasmática de la herencia cultural, el espesor espectral y dialógico del pasado. Es decir que, a través del libro como prótesis y tamiz de la memoria, dialogamos selectivamente con los valores de la tradición y abrimos, en los surcos mismos de lo heredado, la posibilidad de un devenir creador de nuevas formas, la inédita historicidad de los sujetos, nuevos modos de percibir y comprender el mundo.
En el verso final del primer cuarteto del poema, «Y escucho con mis ojos a los muertos», Quevedo nos habla de una escucha singular del acontecimiento. Aquí, el gran poeta parece aludir a la experiencia audible del ser que permanece en el acto mismo de su disolución y borradura. Fluida permanencia en el espacio de la página, donde el ojo, subordinado a la recepción de la palabra esencial, abandona su papel de ocultamiento de la mirada originaria: aquella que permite la co-apropiación y el diálogo misterioso y creador entre el hombre y lo innombrable, la memoria histórica de una huella anterior a la palabra y la escritura en la fuga abismal y promisoria de lo Abierto.
2.- LIBRO TANGIBLE/LIBRO INTANGIBLE
El valor táctil, tangible, textural del libro, no comporta ninguna seguridad para el sujeto lector, no garantiza ninguna estabilidad ontológica de este, sino que, por el contrario, se constituye en un recordatorio de su posible desfallecimiento subjetivo y su inevitable mortalidad.
La “textura” remite a la opacidad intratable de lo real. Esta opacidad, más que un “soporte óntico” es un abismo de pérdida; y es a partir de dicho “sinfondo” que se produce la temporalización como flecha o vectorialidad que abre al devenir mortal, creador y destructor del cuerpo libidinal y su juego intercorpóreo (Merleau-Ponty, Lacan, Prigogine).
Lo táctil, la textura, la materialidad “carnal” del libro no constituyen ninguna garantía de apropiación o apropiabilidad de este, a no ser desde el punto de vista de la posesión erógena del cuerpo fetiche.
Por lo tanto, expresiones tales como: “ese [libro] lo tengo en mi archivo personal; ese [volumen] lo tengo en mi biblioteca”, pertenecen más bien al registro perverso y contable de catectización de los objetos. Dicho registro particular asegura imaginariamente al sujeto lector contra la experiencia de la pérdida, la castración y la muerte.
Es común, en la casuística psicoanalítica, la historia del intelectual o bibliófilo que siempre dice padecer, de hecho, sintomáticamente, la supuesta desaparición, pérdida o robo de uno o varios libros de su biblioteca. En ocasiones, acontece todo lo contrario.
Esa experiencia de supuesta “desapropiación” puede llegar a extremos que colindan con las modalidades más sorprendentes de lo grotesco, lo ridículo y lo patológico.
Así se expresa en estos casos verdaderamente clínicos una singular vivencia de la amenaza y la angustia de castración.
La vivencia de marras nos muestra, para quienes sepamos leerla intersticialmente, la relación narcisista y fálica que dichos sujetos establecen con el libro en su carácter de objeto fantaseado —más allá de su valor cultural objetivo— y elevado por ellos al estatuto de tapón compensador de supuestas o reales minusvalías psíquicas y/o sociales.
Un análisis fenomenológico del placer ligado a la lectura y “propiación” del libro tradicional, exploración que permanezca de forma reductora circunscrita a este plano del “ese lo tengo” o “ese lo perdí”, es a todas luces (¡Oh, Lacan!, ¡Oh, Las Luces!), peligrosamente insuficiente desde el punto de vista psicoanalítico.
La erotización lacaniana del libro, su vertiente de goce supletorio con respecto al simple placer de la tactilidad fetichista, se autorizaría más bien en el horizonte del objeto metonímico “a” en su vertiente de fuga —S(A) tachado, barrado— y no en su aspecto de tapón, de fantasma obturador —$<>a—. (Resulta oportuno señalar aquí las diferencias existentes entre el concepto derridiano-marxista de “espectro” o fantasma y las categorías psicoanalíticas de fantasma o fantasía. En Derrida, el espectro no pretende la consistencia especular y narcisista del fantasma lacaniano, ni participa de la dimensión de desconocimiento que caracteriza a este; más bien equivaldría a lo que Lacan concibe como “semblante”, categoría vinculada a la significación fálica, a la memoria y a la herencia cultural, pero en la que sí se perfila un imborrable reconocimiento de la deflación del yo y la castración del sujeto).
El “libro tangible” se diferencia del “libro electrónico” en que siempre es “uno-de-menos”, como definía Don Juan a la mujer en su dimensión suplementaria, más allá del goce fálico.
El E-book, por el contrario, es el “uno de-más” que tapona imaginariamente toda falta de información y toda carencia de sentido. Esta modalidad electrónica permite la ilusoria apropiación de la imagen como look de vocación totalizante.
Paradójicamente, el libro concreto, tangible, si no es reducido a la relación fetichista y pseudoteológica de objeto erógeno de apropiación (táctil, olfativo: háptico), nos aproxima con más vigor que el libro electrónico a la dimensión disolvente, desapropiante y trans-apropiante (Ereignis) que caracteriza a lo Real en las concepciones lacanianas y postmetafísicas.
La fuerza matérica y textural de la pintura de un artista como Francis Bacon, por ejemplo, no está en el hecho de que su plástica ofrezca una materialidad consistente y estabilizante de la carne, un cierto agarre “sustancial” en la viva carnalidad que nos proyecte fuera del ámbito idealista de la representación del cuerpo armónico y apolíneo. Estriba en algo mucho más radical y complejo: Su texturalidad carnal, figural o neofigurativa, abre a la dimensión desfondada, informe y “abismática” del cuerpo no regulado por la pregnancia gestáltica de la imagen; conduce a la caída en lo real continuo y dionisíaco, entendido este como resto no asimilable por los sistemas, espectros y semblantes de la simbolización. Cuerpo sin Órganos. (Artaud, Deleuze, Lacan).
Correlativamente, el libro real cobra valencia fronteriza en tanto que nos recuerda, quizás con más fuerza que la permitida por lo háptico que ofrece la Realidad Virtual inmersiva (en este caso, el “dataglove” o guante electrónico de datos), el carácter inevitable de nuestra mortalidad y nuestra “incompletitud”.
La vertiente sensorial y táctil del Barroco, por un lado —en su condición de arte de la Contrarreforma, tal como es estudiado por Lacan en el Seminario XX— y la categoría deleuziana de Pliegue, por el otro —entendida como interiorización de una exterioridad radical— dan testimonio de una regulación del alma por la “escopia corporal” (Lacan), que remite a una experiencia háptica de lo abisal, lo desapropiante, la espiral turbulenta, el vértigo, lo inacabado y lo infinito.
En el barroco se resalta el aspecto laberíntico y críptico del cuerpo entendido como libro desfondado y a-teológico.
Por ello, resulta doblemente irrisoria la relación “teológica fundamentalista” con el libro clásico entendido como obturador estable, sustancial y pacificado, apto para la renegación de la castración.
Esa metafísica sustancializante concibe al libro como vía segura y narcisista de apropiación y recentramiento del sujeto escindido.
Ella atribuye al yo imaginario del placer contable una “inmortalidad” ilusoria, adulterada, obtenida a través de la posesión del libro físico fantaseado como fetiche “talismánico y apotropaico”.
Así, por detrás del rechazo al libro virtual y a la cibercultura; en la supuesta valoración erógena de lo táctil, también puede ocultarse una soberbia de teólogos, un olvido de la necesaria despotenciación del sujeto, y el más taimado rechazo a la corporeidad mortal con su dimensión criptográfica de subjetividad fronteriza, escindida y descentrada (Trías).
No debemos olvidar que el objeto libro, como parcial encarnación del “objeto metonímico a” (objeto real no especularizable), es en efecto, en el discurso lacaniano, un auténtico desecho: publication/poubellication (publicación/basurización); categorías conjugadas por el mismo Lacan en su obra.
Para él, como para Beckett, Barthes y Tomás de Aquino, no solo el libro es basura (poubelle), sino que también lo es el intelectual que lo produce y lo posee.
He aquí otro tipo de confirmación, en clave “técnica”, de aquello que el Poder considera permanentemente válido en clave cínicamente política: “El intelectual es pura mierda”.
El pensador crítico, el poeta, el esquizo y el trabajador marginal son reales desechos, residuos inasimilables.
La excepción a esta regla la constituye el intelectual “práctico” que “funciona” del modo “políticamente correcto”: al servicio del orden constituido y constituyente, como figura hipostática de la cogitación ideológica que Antonio Gramsci denominaría “orgánico-intelectual” por desclasamiento ascendente.
3.- TRADUCCIÓN, MATERIALIDAD Y VACÍO
El libro impreso al modo tradicional, y más aún, los códices antiguos o manuscritos artesanales, son recordatorios palpables de lo que Heidegger denomina lo terrestre: emergencias de lo informe que suspenden la palabra en la consciencia puntual e ineludible de la cesación del ser.
Como señaló atinadamente Roland Barthes en múltiples zonas de su obra, en el manuscrito se manifiesta de un modo más intensivo que en lo impreso la dimensión corporal y pulsional del texto, no sólo en el plano de la mera escripción como trazo caligráfico –lo que a veces no resulta tan banal y evidente como podría suponerse- sino en el registro semántico mismo, en la imbricación del goce y la letra, en la articulación del sentido y lo real de la carne. Un texto manuscrito y luego transcrito al registro tipográfico, participa de un régimen fantasmático, simbólico y real diferente al de uno escrito de modo directo a máquina u ordenador.
La dificultad sería la de cómo hacer pasar, sin necesidad de manuscribir, la riqueza del cuerpo libidinal del sujeto de la escritura al cuerpo erógeno encarnado en el texto tipográfico, con la doble vertiente visual y semántica de éste.
O considerando de otro modo la cuestión, el problema podría consistir en cómo hacer permeable lo virtual a lo real mediante la dimensión litoral de la letra lacaniana en sus múltiples variantes. ¿Se requieren para ello signos suplementarios, posibilidades escriturales y estilísticas adicionales? Insisto en la pregunta a riesgo de parecer reiterativo: ¿Participa un texto directamente escrito a máquina u ordenador de la misma frondosidad semántica y libidinal que la ofrecida al receptor por el texto oral o manuscrito?
Algo indecible se pierde y algo innombrable se gana, simultáneamente, en todo proceso simple o complejo de traducción. Sí, de traducción, porque de traducción se trata en la serie de transcripciones de la foné logocéntrica propia de la oralidad al campo del trazo manuscrito; de éste a la escritura tipográfica, y luego a la dimensión virtual, electrónica u holográfica de la letra.
Existen dos palabras japonesas que expresan el carácter poético desapropiante y casi místico del objeto artesanal y/o artístico en su rusticidad fronteriza: wabi (pobreza) y sabi (imperfección voluntaria). En este horizonte del espíritu podrían inscribirse los valores sensoriales y sensuales que nos permiten apreciar la vigencia permanente del manuscrito y el libro impreso al modo tradicional: formas erógenas de la cultura que testimonian como “soportes” el paso del tiempo, reflejando o condensando el vacío. Esas formas nos recuerdan el precario sentido y la vulnerable leyenda del ser, en cuanto éste acusa de modo permanente su radical fragilidad y su siempre posible anonadamiento.
4.- SEMIOSFERA HÍBRIDA
Frente a esta forma, digamos clásica, de entender el ámbito propio del libro y su cierta clausura histórica, esa forma que Walter Benjamin y Marshall McLuhan designarían, conjugadamente, como dimensión aurática y prestigiosa de la Galaxia Gutenberg, se levanta hoy, con fuerza descomunal y en apariencia incontrolable, otro universo cultural constituido por la imagen de síntesis y lo audiovisual protésico. Ese universo, lo podríamos denominar avasallante, abrumador, ambiguo, inquietantemente familiar y extraño, y resulta muchas veces irrisorio en su vacua desmesura. Él reclama también con urgencia nuestra atención y total entrega. Demanda, irónicamente, nuestra plena disponibilidad como sujetos, del mismo modo en que lo hacía la idea absoluta en el reino del ontos on o las esencias platónicas.
Sin todavía ofrecer plenamente las posibilidades significantes que le serían propias, este nuevo régimen digital-semiótico, audiovisual protésico y sintético, parece haber logrado casi ahogarnos en la banalidad y en los valores reactivos de una visión instrumental y light de la existencia. La televisión por cable, la Internet, el vídeo, el cine comercial de efectos especiales, el CD rom, la realidad virtual inmersiva o no-inmersiva y el llamado libro electrónico, parecen competir con el libro impreso tradicional, y en ocasiones, hasta parece que pretenden desplazarlo, trastornando con ello el relativo equilibrio ecológico-cultural anteriormente operante en el seno de la Galaxia Gutenberg.
¿Qué futuro tiene el libro impreso al modo tradicional ante esta pujanza de los nuevos medios audiovisuales de comunicación? ¿Desaparecerá tal como hasta ahora lo conocemos? ¿Deberíamos continuar utilizando el papel de celulosa como el material más idóneo para fabricar libros al modo tradicional, si tomáramos en cuenta los problemas de deforestación, sostenibilidad ecológica y sustentabilidad económica de la industria del libro?
¿Es posible redefinir un cierto equilibrio en la semiosfera —al margen de la metafísica logocéntrica— que permita una fructífera cohabitación del homo loquens (hombre que lee libros impresos, decodifica los mensajes alfabéticos, piensa críticamente y dialoga de modo activo) y el homo videns (hombre centrado en el registro sensorial de la visión y en el consumo sistemático y sintomático de imágenes), según la doble categorización de G. Sartori?
¿Es negativa per se la experiencia de lo audiovisual sintético y protésico, o las nuevas potencialidades significantes que ella entraña abren, por el contrario, la posibilidad de una nueva y más afinada comprensión de la naturaleza holística y compleja de la cultura?
¿Podrá producirse la integración y el mutuo reforzamiento de aquellos dos grandes conceptos fenomenológicos que el pensador y crítico inglés Herbert Read denomina lo háptico (ligado en este caso a los valores táctiles del libro tangible en su forma tradicional), y lo óptico (definido aquí como territorio de la visión, de la pura transparencia y su intangibilidad virtual, obliterante de la mirada como mancha)?
¿Es posible preservar el libro en el seno de una cultura multidimensional y multisensorial que conjugue y potencie lo mejor de los diversos regímenes semióticos?
Vislumbramos un futuro en el que la complejidad de una semiosfera híbrida, mixta, permita un espectro semiótico que conjugue el libro tradicional y la telepatía nanorrobótica, lo real y lo virtual, la viva voz platónica y la escritura artaudiana en alta voz. Soñamos con un juego indecidible e indiscernible entre la letra sin azogue y el goce lacaniano, lo humano y lo inhumano, el metal y la carne, el virgo y la verga, las todavía casi impensables biotecnologías telemáticas del cyborg y la carta de a(l)mor manuscrita. Todo ello, debemos resaltarlo, sin ceder a la fascinación producida por la fantasía tecnofílica, biociberimperial y financiera; esa que los niños tunantes del poder encanallado aún denominan: “inmortalidad inmanente posthumana”: ensoñación catártica, ascensional y uraniana; torpor autista del ánima sin aisthéton.
Armando Almánzar-Botello
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Septiembre 2006
Texto que figura como apéndice en el libro de la autoría de Armando Almánzar-Botello titulado Francis Bacon, vuelve. Slughterhouse’s crucifixion (Santo Domingo, Septiembre 2006).
Este ensayo del escritor dominicano Armando Almánzar-Botello fue republicado luego en el Blog de Pedro Granados con el sobretítulo de «El libro para Armando Almánzar Botello, pasmoso erudito del presente», 27 de junio de 2008
5.- ADENDA:
«Retirado en la paz de estos desiertos», el referido soneto de Francisco de Quevedo y Villegas, completo:
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Retirado en la paz de estos desiertos,
Con pocos, pero doctos libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos
Y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
O enmiendan, o fecundan mis asuntos;
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
De injurias de los años, vengadora,
Libra, ¡oh gran don Josef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
Pero aquella el mejor cálculo cuenta
Que en la lección y estudios nos mejora.
Francis de Quevedo y Villegas
© Armando Almánzar-Botello. Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos los derechos de autor.
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