Por Armando Almánzar Botello
A Gabriel García Márquez, in memoriam
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El niño presentaba severos problemas de conducta desde antes de la pubertad.
En incurable soledad compartida sintió una poderosa agresividad larvada, fantasías estrambóticas, deseos irrealizables tales como introducir el edificio completo donde vivía en el reducido espacio de su propia habitación.
Le pidió a una de sus tías que hablara con el administrador de la bomba gasolinera Sinclair, establecida en la esquina de la calle donde la familia de la criatura tenía su residencia, para que el gerente desmontara los cables de acero que sostenían las hélices multicolores que adornaban habitualmente a esos pintorescos establecimientos comerciales y le regalara media docena de ellas.
Exigía, con pataletas, que el director del Parque Zoológico Nacional le obsequiara al abuelo el único león de la ciudad para él adoptarlo como mascota.
Fue característica de la extraña criatura su potente sexualidad precoz con sus amiguitas del barrio, manifiesta en su deseo de jugar constantemente, debajo de los catres y en los rincones oscuros, a que era un afamado y afanado doctor y ellas sus conejillos de indias o dóciles pacientes.
Estas niñas experimentales debían estar dispuestas a dejarse causar, con un filoso y resplandeciente cortaplumas que había robado el infante de un cajón del escritorio de su abuelo, pequeñas heridas en la yema de los dedos de las manos y de los pies, aunque algunas de las curiosas amiguitas, manifestando un temor cauteloso para él injustificado, tendían a resistirse un poco a esta última prueba de confianza técnica y profesional.
Debían las hembritas permitir que el sabio niño colocara su termómetro y una supuesta inyección de urgencia extrema —con una pequeña jeringa de vidrio hasta el momento sin aguja y llena de un vital suero tibio marca Coca-Cola— en los lugares más inverosímiles e innombrables de los cuerpos femeninos infantiles...
Era también irrebatible prueba de la notable imaginación del niño, el intrépido anhelo sublime de ver en su boca de infante cuando se miraba desnudo al espejo, en lugar de sus dientes de leche los afilados colmillos de Drácula, las clavijas musicales o eléctricas de máquinas esquizofrénicas, la oblicua y demagógica sonrisita perversa de un hipócrita, criollo y astuto gran caimán tropical...
Sin dudarlo un solo instante los atónitos vecinos, todo ello así encarnaba mágicos y extraños rituales que bordeaban la evidente posibilidad del crimen, el delirio precoz de un sociópata que un día floreciendo en la canalla y torva política, seguramente ocuparía el solio presidencial...
Esos comportamientos, unidos a su confeso y constante deseo de comerse a un monito real que le había regalado el abuelo para hacerle olvidar al león del zoo, y, sobre todo, su extraña entrega infantil y obsesivo-compulsiva al mundo de los libros y revistas más peligrosos y prohibidos para niños de su edad, tenían muy alarmados a los padres de la criatura, a pesar de ellos haber atravesado por los horrores de la dictadura de Trujillo y provenir de familias ligadas profundamente a la literatura fantástica, a las artes espiritistas y a otras excentricidades.
Dada la persistencia a través de los años de los mencionados síntomas, con su comprometedera y peligrosa constelación de atributos no convencionales, el padre del personaje decidió un buen día llevarlo al psiquiatra, cuando el niño transitaba ya por la espinosa y florida senda de su más avanzada pubertad.
Llegó el gran excéntrico una tarde a la consulta del “alienista” y, después de un encuentro que duró una buena larga hora, por lo menos, el acreditado terapeuta (prestigioso y respetado psiquiatra con especialidades realizadas en España y en Francia, hoy fallecido: descanse en paz) le prescribió al joven con cierta solemnidad —para gran sorpresa de los padres del singular personaje—, solo tres medicamentos: Dos de ellos psicoactivos por defecto: dejar de leer por un tiempo al Marqués de Sade, a Céline, Sartre, Nietzsche y las revistas Playboy, Penthouse, Pimienta, etcétera, y suspender de inmediato las regulares consultas médicas que venía concediendo aún a varias chicas de su colegio.
Se estabilizó así con una sola de sus «pacientes imperfectas» y la convirtió en su exclusiva novia plástica oficial para él ser su consagrado y lúcido Pigmalión.
La tercera medicina, funcional por exceso, consistía en leer las novelas Peter Camenzind, Gertrudis, Bajo la rueda, Siddhartha, Demian, El Lobo estepario, Narciso y Goldmundo, Juego de Abalorios… del gran escritor alemán Hermann Hesse...
Creyó el joven haber experimentado una significativa mejoría después del maravilloso tratamiento.
Se matrimonió casi de inmediato con otra de sus bellas pacientes, aunque la nueva, inestable y frívola muchacha se divorció de él pocos meses después del himeneo aduciendo tecnicismos y sinrazones que solo comprendían ella, su familia y sus despreciables abogados apoderados del caso...
No obstante, supo que su psiquiatra anduvo esencialmente acertado en el diagnóstico y tratamiento para sus curiosas singularidades de carácter: por lo menos ahora, profesional y casi adulto, no exigía grandes sacrificios a sus pacientes femeninas cuando las colococaba dormidas bajo el frío resplandor de su experto escalpelo, ni experimentaba con tanta intensidad o ardor el deseo brutal de desgarrar y devorar monitos vivos con sus preciosos dientes de tiburón…
«Preferiría no hacerlo», aunque así va el mundo, como acostumbraba siempre a decir un admirado amigo suyo inolvidable...
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8 de agosto de 2012
© Armando Almánzar Botello. Santo Domingo, República Dominicana. Reservados todos los derechos de autor.
IMÁGENES:
1) Bomba gasolinera Sinclair, Dino.
2) Jean Rustin (Francia, 1928-2013) “Hombre con camisola”, 1997
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